Hay una recurrente pesadilla española en la que vuela en pedazos un acorazado de bandera norteamericana, llegan órdenes de retirada total y se sale de ella respirando agitadamente y con la conciencia del desastre, de lo perdido en Cuba. De esa pesadilla hablaba en noviembre pasado el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, general Jaime Domínguez Buj, al explicar la situación de Cataluña por la debilidad de la metrópoli y recordar las pérdidas de Cuba y Filipinas.
Ahora vuelve. Puede encontrársela en editoriales de diversos periódicos y en artículos que preguntan dónde quedará España en tanto restablecen relaciones Cuba y Estados Unidos. Dónde quedará España en Cuba. Es el síndrome del Maine. Nadie lo ha formulado tan claro como el eurodiputado socialista Ramón Jáuregui (EL PAIS, 15 de agosto) al referirse a las inversiones en la isla caribeña: “Todo está por hacer y o lo hacen los americanos o lo hacemos nosotros”.
Preguntar por la relevancia española en medio de los arreglos Obama-Castro suele inclinar a una autocrítica narcisista, dada a suponer que todo o buena parte del asunto dependería de gestos de España. A su vez, esa autocrítica se traduce en lucha entre partidos: los socialistas concluyen que, con otra política del Partido Popular, la participación en Cuba sería ahora mayor. Al parecer ignoran que en las negociaciones con dictaduras no hay garantías de que una causa determinada produzca determinado efecto.
Poco podría cambiar en La Habana la entrega de un Moratinos (recuérdese su arrobo de 2010 por un Raúl Castro emocionado ante el triunfo de La Roja). Poco habría logrado García-Margallo de ser recibido en el Palacio de la Revolución. Y no valdría otro encuentro de Moratinos y Zapatero con Raúl Castro, provechoso únicamente para Zapatero y Moratinos. Ahora mismo podría no existir la Posición Común, el PP podría incumplir todavía más sus promesas en el tema cubano o podría gobernar el PSOE y, pese a todo, España seguiría sintiéndose ninguneada en Cuba, negada a aceptarse como una economía incapaz de aportar el caudal de inversiones y créditos esperable desde Estados Unidos.
Raúl Castro es experto en dictar trabas y practica una variante propia del verbo ralentizar: "raulentiza"
En estas circunstancias, ¿cómo puede combatirse el síndrome del Maine, más allá del lanzamiento de bravatas a la Jáuregui? Cuando el presidente Obama anunció su nueva política hacia Cuba, mencionó a quienes podrían ser protagonistas del cambio: los pequeños empresarios en la isla. En la nueva ecuación norteamericana, ayudar y fortalecer a esos actores sociales equivaldría a empujar por la democratización del país. Este es, sin dudas, uno de los puntos donde Washington tropezará con mayores obstáculos, pues Raúl Castro no admite más fortalecimientos que el fortalecimiento de su famiglia. Raúl Castro es experto en dictar trabas y practica una variante propia del verbo ralentizar: raulentiza.
El cómo llegar a esos empresarios a pesar del régimen habrá de estar entre las más complejas acciones diseñadas desde Washington. Podrá ser también de las más descuidadas, junto a la defensa de los derechos humanos. Y es en este punto donde la política española cuenta con una buena ventaja: los más de 100.000 nacionalizados españoles que residen en Cuba.
Gracias a las compensaciones de la Ley de Memoria Histórica dictadas durante la presidencia de Zapatero, España cuenta con ese activo único en la isla. Entre los más de 100.000 ciudadanos cubanoespañoles habrá gente emprendedora y necesitada de ayuda para sus inversiones. Y, si como recomendara el historiador y politólogo Tomás Pérez Viejo (EL PAÍS, 15 de agosto), se intentara un proyecto ambicioso y no se siguiera cometiendo el “error de basar la diplomacia en función de las empresas”, España podría relacionar su diplomacia con la suerte de ese grupo de ciudadanos, con lo de impulso a la democratización que supondría.
Habría, por supuesto, que persistir en los contactos oficiales. Pero no hay dudas de que la política española tendría que ir más allá de velar por unas inversiones como las hoy existentes en Cuba que, lejos de ayudar a la democratización del país, funcionan conchabadas con el régimen para violar los derechos más elementales de sus trabajadores.