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General: Trump y Cruz reavivan el horror de la comunidad japonesa en EEUU.
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: cubanodelmundo  (Mensaje original) Enviado: 11/04/2016 16:39
DONALD TRUMP Y TED CRUZ REAVIVAN 
EL HORROR DE LA COMUNIDAD JAPONESA EN ESTADOS UNIDO
La retórica sobre musulmanes y mexicanos hace recordar la última vez que Estados Unidos cayó en la xenofobia colectiva
 
manzanar.jpg (780×621)
Prisioneros japoneses en el campo concentración de Manzanar,California, en 1942.
 En 1942, más de 120.000 japoneses americanos fueron internados en campos de concentración
      Pablo Ximénez De Sandoval - El País
Cada vez que se eleva el tono contra los inmigrantes en Estados Unidos, o se hacen generalizaciones de brocha gorda, hay una comunidad que es la primera en levantar la mano. Los inmigrantes japoneses americanos sufrieron un nivel de xenofobia a principios del siglo pasado que acabó en uno de los episodios más vergonzosos del país: su encarcelamiento masivo. La retórica de la campaña republicana, donde los mexicanos son violadores y narcotraficantes y no hay musulmanes fiables, ha despertado los peores fantasmas en esta comunidad, que traza paralelismos inquietantes con su propia experiencia.

El 19 de febrero de 1942, diez semanas después del ataque japonés a la flota de Estados Unidos en Pearl Harbor, Hawai, el presidente Franklin D. Roosevelt firmó una orden ejecutiva que otorgaba poder al Ejército para mover a la fuerza a todos aquellos individuos que pudieran suponer un peligro de sabotaje o espionaje. En la práctica, lo que se hizo fue prohibir a unos 120.000 japoneses americanos vivir en la costa Oeste de Estados Unidos. En cuestión de semanas, fueron sacados de sus casas, llevados a centros de detención y de ahí a campos de concentración en lugares inhóspitos del interior.

Familias enteras fueron obligadas a meter su vida en una sola maleta, subir a autobuses y trenes e instalarse en barracones, en medio de ninguna parte, donde vivieron toda la guerra rodeados de alambres de espino y guardias armados. Las imágenes en blanco y negro son de la II Guerra Mundial, pero no son judíos en Europa, sino japoneses americanos en California. En los campos de concentración pasaron toda la guerra, con un coste humano brutal. El 70% de ellos eran ciudadanos norteamericanos. Muchos no hablaban japonés ni habían estado nunca en Japón. Ni uno solo fue procesado judicialmente.

Las razones para llegar a esta barbaridad están bien documentadas en un informe del Congreso de EE UU (Personal Justice Denied) redactado cuatro décadas después. No fue espontáneo. La costa Oeste en general, y California en particular, tenían una larga historia de racismo antiasático y especialmente antijaponés. Los inmigrantes japoneses tenían prohibido comprar tierra y expresamente vetado el acceso a la ciudadanía norteamericana. “La etnia japonesa se había convertido en un objetivo cómodo para los demagogos políticos”, decía el informe. Además, la prensa y algunos políticos se encargaron de alentar el miedo a una invasión inminente de la costa Oeste apoyada en quintacolumnistas locales.

Tras el ataque de San Bernardino en diciembre, en el que murieron a tiros 14 personas a manos de un paquistaní americano y su esposa, el candidato republicano Donald Trump se descolgó con la propuesta de prohibir la entrada a todos los musulmanes en EE UU. El ataque de San Bernardino, que el FBI considera un atentado terrorista inspirado por el Estado Islámico, llegaba poco después de la masacre de París.

Las explosiones indiscriminadas de Bruselas este marzo, también ejecutadas por yihadistas, no han hecho más que reafirmar la posición de Trump, que ahora la ha tomado con los refugiados sirios, por considerar que entre ellos se esconden terroristas. Pero además han metido en la idea también a su principal rival, Ted Cruz, que tras la matanza de Bruselas dijo que había que “patrullar” los “barrios musulmanes” de Estados Unidos.

La conexión con los sucesos de la II Guerra Mundial era tan evidente que le preguntaron al propio Trump por la experiencia de los japoneses americanos y los campos de concentración. “Tendría que estar allí para saberlo y dar una respuesta”, dijo a preguntas de la revista Time. “No me gusta nada el concepto, pero tendría que estar allí”, dijo, sin terminar de rechazarlo inequívocamente.

“Cuando veo lo que están diciendo de los musulmanes… no está bien”, responde Bill Shishima, ciudadano norteamericano hijo de inmigrantes japoneses. Nació en el centro de Los Ángeles, donde estaba la mayoría de la comunidad japonesa de la ciudad, el lugar que hoy se conoce como Little Tokyo. Tenía 11 años cuando oyó hablar de Pearl Harbor. Antes de tres meses, sus padres tuvieron que deshacerse de su tienda de alimentación latina, su camión, sus electrodomésticos. “Ni siquiera podíamos llevar nuestras mascotas”. Con lo que pudieron llevar en una maleta pasaron toda la guerra en un campo de concentración en Heart Mountain, Wyoming. Shishima es hoy voluntario del Museo Japonés Americano de Los Ángeles, que recuerda aquellos sucesos.

“Aunque éramos ciudadanos americanos, nos dimos cuenta de que la Constitución y los derechos civiles son muy frágiles. Nos encarcelaron por la histeria de la guerra, por prejuicios. Ningún político nos defendió. Fuimos encarcelados porque nos parecíamos al enemigo. Tenemos que estar atentos y cuidar nuestra libertad y las de los demás”, dice Shishima. “No puedes caracterizar de malos a todos los musulmanes. De ninguna manera”.

Antes de ser enemigos, los japoneses fueron inmigrantes. Parte de la xenofobia contra ellos venía de que empezaron a ser una seria competencia para los agricultores locales. Lilly Anne Welty Tamai, historiadora del Museo Japonés Americano de Los Ángeles, explica que “los periódicos de Hearst y organizaciones antiasiáticas que montaban titulares sensacionalistas y presentaban a los japoneses como un problema”. “Creo que la experiencia de los japoneses se refleja en los tiempos actuales”, cuando “existe una retórica de ellos y nosotros, cuando se habla de encerrar a tales individuos o restringir la inmigración”.

Manzanar, California, es un lugar perdido entre las montañas de Sierra Nevada y el desierto de Death Valley. Aquí estuvo uno de los campos de concentración más grandes, que llegó a albergar a 10.000 personas. Hoy es un Parque Histórico de Estados Unidos poco señalizado y del que suelen pasar de largo los turistas. El único edificio que queda en pie alberga una extraordinaria exposición sobre lo que allí ocurrió, con cientos de imágenes, testimonios y objetos originales. Es un lugar inhóspito, desértico, helador en invierno. El viento es constante y llena el aire de polvo.

La jefa de Interpretación del museo de Manzanar, Alisa Lynch, cree que la lección de este lugar es que “ningún estereotipo representa a todo el mundo” y que, en la retórica de buscar enemigos “puedes cambiar a los japoneses por cualquier otro grupo”. Lynch es empleada federal y prefiere no dar su opinión personal sobre los paralelismos con la actual situación política. Pero señala: “Deberías echar un vistazo al libro de visitas”. Al final de la exposición, hay un libro blanco donde los visitantes pueden escribir sus impresiones sobre Manzanar. Las referencias a Donald Trump son abundantes. La gente ve este lugar, aprende esta historia y piensa en Trump.

“Con el estado de cosas actual en nuestro país, esto podría volver a pasar”, escribió alguien el domingo de Pascua. “Nuestro país está hoy en la misma senda. Aceptad a todos y no generalicéis ni difundáis estereotipos. ¿Haría lo mismo Trump con musulmanes y mexicanos?”, escribió alguien que firma como Peter el pasado 26 de marzo. “Es de locos que esto pudiera pasar. ¡No voten por Donald Trump! Aprendamos de nuestra historia”, dice alguien en otra página. El “no” está tachado después. En otra esquina del libro se lee: “Esto es lo que ocurriría si llega Trump. Aprendamos del pasado y tratemos a todos como debe ser”. En un margen alguien ha escrito: “D. Trump debería ver este lugar”. Y debajo otro ha puesto: “¡Sí!”. El 6 de marzo alguien que firma como Anon dice: “¡No dejemos que Trump repita el pasado con los musulmanes! Nos merecemos algo mejor. América se merece algo mejor”. Al día siguiente, alguien añadió al comentario: “¡Amén!”.

“El Gobierno nos negó nuestros derechos constitucionales por la histeria de la guerra y la debilidad de los políticos”, asegura por teléfono el congresista Mike Honda (demócrata por San José, California). Honda era un bebé de un año cuando su familia, que vivía en Sacramento, fue internada en el campo de concentración de Amache, Colorado. Hoy, a los 74 años, hace oír su voz contra el racismo y las generalizaciones de brocha gorda como las que llevaron al ambiente antijaponés en California que arruinó la vida de sus padres. Dos hermanos pequeños de Honda nacieron en el campo de concentración.

“Cuando este país tiene una retórica como esa, como congresista siempre voy a levantar la voz y asegurarme de que los derechos constitucionales se defienden”, continúa Honda. “Las razones por las que pasa algo como esto son racismo, histeria de guerra y liderazgo político fallido. Es algo que no voy a permitir que suceda mientras esté en el Congreso. Si eres inmigrante, con documentos o sin ellos, de Siria, de Afganistán o de Irak, tienes garantizada la protección de la Constitución”. Honda ve paralelismos evidentes con la situación actual, incluida la justificación de la guerra: “En este caso es el terrorismo”. ¿Puede volver a pasar? “Claro que pude pasar otra vez. Si hablan de ello, puede pasar. Por eso el Congreso y el Senado siempre tienen que ser fuertes. Debemos tener huevos para defender a la gente (Mike Honda habla español)”.

El próximo 30 de abril, la asociación Manzanar Committee recordará a los japoneses americanos víctimas de los campos de concentración con un peregrinaje al campo de Manzanar que se repite cada año. Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, en sus marchas suele haber musulmanes. Juntos recuerdan que racismo, ignorancia, demagogia y miedo al enemigo forman un cóctel peligroso. Y que utilizar ese cóctel políticamente es echar a rodar una bola que nunca se sabe dónde acaba.
             Vía  El País

 
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