Algunos quieren hacernos creer en la ilusión de que con el comunismo todos viven mejor. Falso. Con el comunismo, todos viven igual, igual de pobres. Instalados en los medios de comunicación, donde impera la corrección política, existe una leyenda rosa del comunismo, ideología tan totalitaria como el fascismo, e incluso más letal que este.
Una persona sostiene un cartel durante una manifestación de venezolanos frente al consulado de su país en Nueva York
La leyenda rosa del comunismo
Posiblemente han visto ustedes el corto dirigido por Chandler Tuttle en 2009 y titulado '2081'. Adaptación al cine del relato 'Harrison Bergeron' escrito por Kurt Vonnegut en 1961, el cortometraje nos muestra un mundo distópico en el que por fin se ha realizado el ideal igualitario. Llevado este a sus máximas consecuencias, el Gobierno impone restricciones especiales a cada individuo en función de su talento particular, corrigiendo la desigualdad que necesariamente impone la naturaleza. Así, los más fuertes y ágiles llevan pesas atadas en sus extremidades, los más inteligentes están obligados a portar auriculares que les dificultan la concentración, y los más guapos deben llevar máscaras para no ofender con su belleza. Pues bien, aun siendo una obra de ciencia ficción, el filme ilustra muy bien hacia dónde nos quiere llevar esa visión edulcorada del comunismo tan bien asentada en la corrección política vigente.
Y es que, instalados en los medios de comunicación, donde impera la corrección política, existe una leyenda rosa del comunismo, ideología tan totalitaria como el fascismo, e incluso más letal que este si medimos el número de personas que han muerto bajo su poder, como muestra el gráfico abajo. Solo así se entiende el doble rasero con el que se tratan los episodios de violencia protagonizados por unos y otros. Les invito, por ejemplo, a que analicen fríamente el escándalo creado y la cobertura mediática de los lamentables sucesos en Charlottesville este agosto, y que lo comparen con cualquier otro episodio de violencia antisistema protagonizado por movimientos de izquierdas, se denominen antifascistas, anticapitalistas, okupas, etc. O, incluso, en los casos más extremos, valoren el tratamiento humanizante de terroristas cuando estos gozan de la empatía y justificación del comunismo.
Una doble vara de medir que tiene mucho que ver con la frecuente denostación del capitalismo, los malos augurios sobre la quiebra de nuestro actual modelo de organización social —que ha sacado de la miseria a millones de personas— y la anunciación del Apocalipsis posmoderno, reemplazando los cuatro jinetes clásicos por el cambio climático, la sustitución de hombres por máquinas, la masificación turística y la superpoblación. Todo ello acompañado de la defensa de la vuelta a modelos del pasado, con loas a la vida primitiva y el resurgimiento del mito del buen salvaje, muy a la manera del romanticismo del siglo XIX que vio alumbrar el marxismo. Un mundo sin las ataduras de la división del trabajo, en el que, como anunció Marx, un hombre pueda dedicarse a pescar por la mañana, cazar por la tarde, criar ganado por la noche o criticar la cena sin ser pescador, cazador, granjero o crítico gastronómico profesional.
Por eso, resulta alarmante el trato benevolente o, al menos, manifiestamente comprensivo, que se percibe hacia los ideales del comunismo. Justo al contrario ocurre con el capitalismo que, para la corrección política, es el chivo expiatorio de todos los males que aquejan a la Humanidad, desde la pobreza a las grandes epidemias, pasando por el terrorismo yihadista o la violencia doméstica. El comunismo, por el contrario —pese a haber fracasado colosalmente cada vez que se ha intentado—, está investido de una pátina de idealismo, de sentimientos intachables y de buenas intenciones. Pues, ¿quién no comparte las bondades de un mundo más igualitario, con menos obligaciones y sin la pesada losa que supone la responsabilidad que va aparejada a la libertad? Un mundo más cálido, donde importe más qué se siente y qué se necesita, en vez de los méritos individuales y el valor añadido. Un mundo como el de 2081.
Muchos defienden —o justifican— una visión edulcorada del comunismo, aun no siendo comunistas, sencillamente porque han comprado el cuento de hadas de sus ideales igualitarios. Pero más que ideales son ideología. Y la ideología, como dijo el filósofo francés Jean-François Revel, no hace sino suspender el ejercicio de la conciencia moral, pues “el ideólogo no desea conocer la verdad, sino proteger su sistema de creencias y abolir, espiritualmente, ya que no puede hacer nada mejor, a todos los que no creen lo mismo que él”. La ideología, disfrazada de ideales, es una mezcla de emociones y de ideas muy simples:
Es a la vez intolerante y contradictoria. Intolerante por incapacidad de soportar que exista algo fuera de ella. Contradictoria, por estar dotada de la extraña facultad de actuar de una manera opuesta a sus propios principios, sin tener el sentimiento de traicionarlos. Su repetido fracaso no la induce nunca a reconsiderarlos; al contrario, la incita a radicalizar su aplicación.
Es verdad que la fría eficiencia del capitalismo, 'per se', no representa ideales tan altos ni ofrece, de forma específica, un sentido a las vidas de las personas que viven bajo él. Pero ¿saben qué? Ni falta que hace. Esta es una tarea que es privativa de cada individuo, ya que cada uno de nosotros es el responsable último de dar contenido a su paso por este mundo. La función del capitalismo no es esa. En el comunismo, sin embargo, ustedes no tienen elección. El propósito es el supuesto bien colectivo, según es dictado por el 'secretariat', que se cuela por todos los poros de la vida diciendo qué debemos hacer, pensar y sentir. Pero el capitalismo no tiene que ilusionar. Ilusionar tienen que hacerlo sus parejas, sus familias, incluso sus trabajos o sus proyectos y hasta su equipo de fútbol. Pero la manera en la que nos organizamos, ¿de verdad piensan que es motivo de ilusión?
Lo que debe procurar un sistema de organización social es un entorno en el que las personas podamos desarrollar nuestro talento hasta su máximo potencial. Y la única forma de alcanzarlo es cuando existen la libertad y los incentivos adecuados. Imaginen una sociedad en la que sus ciudadanos sacan el máximo rendimiento a sus habilidades, ¿no creen que esa sociedad es mejor en su conjunto que aquella en la que la iniciativa particular está permanentemente cortocircuitada por los mandatos de un comisario político? Tienen a mano elementos para hacer la comparación: miren las dos Coreas de la actualidad o las dos Alemanias antes de la caída del Muro. Y es que ilusionar también significa crear ilusiones, y algunos parecen querer hacernos creer en la ilusión de que con el comunismo todos viven mejor. Falso. Con el comunismo, todos viven igual. Igual de pobres, claro.
Y, por último, tampoco es un fin del capitalismo procurar la felicidad, pues para eso nos valemos y bastamos solos. No sé ustedes, pero un servidor no quiere que ningún político o burócrata se preocupe de su felicidad. Como dijo Ludwig von Mises, “no se puede hacer felices a los hombres en contra de su voluntad”. Por eso, por mucho que algunos se empeñen en venderles una película del comunismo en color rosa y no tengan empacho en decirles que el objetivo último del Gobierno es hacernos a los ciudadanos más felices, eso, además de imposible, no conduce a otra cosa que al totalitarismo. Al 'Mundo Feliz' de Aldous Huxley. Desde luego, nadie dijo que la vida tenga que ser fácil y mucho menos si se vive en libertad. No en vano, Goethe puso en boca de Fausto en el momento supremo que “la libertad, como la vida, solo se merece si se está obligado a conquistarla a diario”.
En resumen, ¿por qué es importante alertar de la leyenda rosa del comunismo? Porque no proporciona ideales como la corrección política quiere hacernos creer. Antes bien, solo arroja hambre, miseria y muerte. El comunismo no llena tripas ni vidas, sino cárceles, gulags y cementerios. No creo que a ustedes, como a mí, les parezca que los que lo sufrieron —o lo sufren hoy— fueran especialmente felices ni abrazaran sus ideales. Y es que el 'Mundo Feliz' idealizado es precisamente el final del camino de servidumbre sobre el que nos alertó Hayek. Un camino que puede emprenderse tanto desde el fascismo, felizmente desaparecido ya, como desde el comunismo, que aún parece despertar indulgencias. Decidan ustedes si quieren un mundo que progrese con la suma de sus talentos individuales, o uno mediocre como el de '2081', estancado en la igualación por abajo de todas las capacidades humanas.
Película 2081 “El año de la igualdad total para todos“