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De: SOY LIBRE (Mensaje original) |
Enviado: 07/12/2017 17:07 |
Venus Xtravaganza en un fotograma del documental 'Paris is Burning'
Así era el kung-fú con el que las transexuales se defendían en las pistas de baile
Breve historia del 'voguing': el arte de la disidencia en la pista de baile. Viaje a un submundo alucinante
La mañana de Navidad de 1988, un cliente del Duchess, un hotelucho del West Side neoyorquino, se desayunó con un cadáver en su habitación. Oculto bajo la cama, se corrompía el cuerpo de una joven aspirante a modelo. Había sido estrangulada al menos cuatro días antes. Rubia, menuda, solo tenía 23 años. Las huellas dactilares terminaron identificándola como Thomas Pellagatti, italo-portorriqueño de Jersey City (New Jersey), huido del domicilio familiar en su adolescencia. Acabáramos: otra prostituta transexual asesinada por un cliente. Para qué más, señoría. Un poco de pesquisa policial por Sally's Hydeway, el popular garito de la calle 43 Oeste regentado por Sally Maggio a cuyo cobijo acudían homosexuales, travestis, transexuales, stripers masculinos y chaperos, para salir del paso y caso archivado. Ni los periódicos le echaron cuentas. Hasta que a los dos años, aquella frágil belleza latina resucitó.
Allí estaba, vivaracha y pateando a quien se le pusiera delante, en las pantallas de cine: Venus Xtravaganza, se identificaba ella misma en Paris Is Burning (1990), ópera prima de Jennie Livingston que documentaba la realidad social de la cultura drag del Manhattan de mediados de los ochenta. Casi todo el que entonces era alguien en aquella escena nocturna comparecía en el filme; celebridades del inframundo, de Harlem a Times Square, unidas ante la adversidad –miseria, abandono, enfermedad, racismo, heterosexismo, transfobia– mientras se desafiaban fabulosas en las pistas de baile de los clubes, convertidas para la ocasión en rings/pasarelas de alta costura por las que desfilaban a ritmo de house vestidas para epatar, todo juegos exagerados de manos, brazos disparados, quiebros de cadera y espatarre de piernas.
Voguing, le decían a tan singular coreografía, inspirada en los rutinarios ademanes de las modelos en las sesiones fotográficas. "¡Aguanta ahí y dame tu mejor pose!", se oía bramar a los maestros de ceremonias para delirio de la multitud asistente a la competición (ball) de turno, expectante ante la puntuación del jurado. Venus era de las que arrancaba dieces a pares, a tenor de sus muchos trofeos como belleza imposible entrenada desde los 13 o 14 años, en cuanto se echó a las calles para explorar su genuina realidad a finales de los setenta. Posaba para vivir y, sí, se prostituía para subsistir.
"Es lo que haría cualquier mujer, de las que residen en las urbanizaciones de las afueras: si desea una nueva lavadora o una secadora, se acuesta con su marido. Él obtiene lo que necesita y ella, lo que quiere", explicaba sin mayor trauma. En efecto: Venus, confesaba a tumba abierta, lo que anhelaba era "ser una chica mimada, una blanca rica, que consigue lo que quiere cuando quiere y que no necesita luchar por su situación financiera". "Tengo hambre", es lo último que se le escucha decir en la película.
A mitad de metraje, la noticia de la muerte de Venus apenas altera la narración del documental. Angie Xtravaganza, mentora/protectora de la joven, solo informa de que la policía –tras dar con su nombre en Sally's Hydeway– le ha pedido que vaya a identificar el cuerpo porque ningún familiar se ha personado en el depósito. "Siempre buscaba su oportunidad. Siempre se subía al coche del primer desconocido. Siempre hacía lo que quería para obtener lo que deseaba", concedía un amigo a propósito de las ansias de gloria y fortuna de la aspirante a modelo. Otro apostillaba, lapidario: "Es parte de ser transexual y sobrevivir". Ya lo decía aquella profesora de baile peliculera de los ochenta con mala baba: "La fama cuesta". En el muy deprimido y deprimente Nueva York de la época, hasta la vida.
A la fama, riqueza y felicidad por la norma social masculina, blanca y heterosexual. De eso trataba en realidad Paris Is Burning, no de un mero método de baile practicado por drag queens en veladas extravagantes, que también. Igual que la truncada y desempoderada peripecia existencial de Venus Xtravaganza.
Conviene recordarlo ahora que el voguing ha obtenido carta de naturaleza museística como arte performático. Se coló con honores en los fastos de apertura del Whitney Museum en su nueva localización del gentrificado Meatpacking District neoyorquino, en 2015; se incorporó a la programación de la última temporada estival del Barbican de Londres (que acogió el mayor ball celebrado nunca en la capital británica, como parte de una serie de performances creadas por el coreógrafo Trajal Harrell), y sacude estos días las galerías del Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M) de Móstoles en la muestra Elements of Vogue.
Tramada por Savel Gavaldón, comisario independiente barcelonés afincado en Londres, y Manuel Segade, director del propio centro madrileño, la exposición pretende descodificar el ball como espacio de libertad social, política, económica y cultural de las minorías racializadas y oprimidas y el voguing, como su forma de expresión, "utilizando el cuerpo para inventar formas disidentes de belleza, subjetividad y deseo. Se trata de poéticas y políticas minoritarias que representan una amenaza a ojos del mundo normativo, aunque al mismo tiempo son ansiadas por la cultura dominante", esgrimen los comisarios en su habitual jerigonza artística.
"Naturalmente, sería imposible ofrecer un retrato fijo de un mundo tan complejo y cambiante como la escena ballroom. En lugar de ello, nos adentramos en una historia política del cuerpo para rastrear aquellos debates, conflictos y guerras culturales que convergen en la aparición del voguing, buscando sus ecos y resonancias en la historia de la performance y la cultura popular afrodescendiente".
Subtitulada de forma esclarecedora Un caso de estudio de performance radical, Elements of Vogue abunda en las ideas del gesto identitario disidente, los imaginarios sociales y la pose como amenaza. Y se explica a través de piezas de artistas afroamericanos y LGTBIQ. De Ellen Gallagher, una de las pocas mujeres representadas por la galería del todopoderoso Larry Gagosian, al diseñador gráfico Emory Douglas, el que fuera ministro de cultura de los Panteras Negras, o Adrian Piper, leyenda viva del arte conceptual y primera filósofa de color en conseguir una plaza académica vitalicia en Estados Unidos, pasando por pioneros del videoarte del alcance de Charles Atlas, activistas legendarias como Marsha P. Johnson y Joan Jett Blakk, fotógrafos comprometidos como Lyle Ashton Harris, transgresores nocturnos y militantes de la actual escena voguing del tirón de Juliana Huxtable y Jay Jay Revlon o el inevitable Andy Warhol.
Entre todos vienen a componer un vibrante fresco de los últimos 35 años de historia estadounidense, esa que no suele aparecer en los libros de texto. El problema está en dirimir cuánta disidencia, cuánto imaginario social y cuánta amenaza se pueden rascar de un fenómeno sociocultural cuya noción de poder –su empoderamiento, esto es– viene definida eminentemente en términos blancos, patriarcales, heterosexuales, materialistas y, ejem, liberales.
Continuará...
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La impostura del 'ballroom' versus la cruda realidad (segunda parada) Cómo un baile se convirtió en una alucinación racializada y transgénero Hace tiempo que los críticos afroamericanos de la teoría gay y queer dominante –que no contempla las cuestiones de raza y subordinación de clase, cuando no las rechaza directamente, en aras de una experiencia homosexual y lesbiana asumida de forma global– han puesto el presunto escenario de libertad de la cultura ballroom en cuarentena. Prácticamente desde que lo conocemos, pero sobre todo desde que lo presentó en sociedad Paris Is Burning.
"Lo que los espectadores [del documental] contemplan no es el deseo de unos hombres negros de imitar o incluso de convertirse en mujeres negras de verdad, sino su obsesión con una visión idealizada y fetichista de una feminidad que es blanca", denunciaba la escritora, activista y teórica feminista Bell Hooks (nom de guerre de Gloria Atkins) en su ensayo Black Looks: Race And Representation (South End Press, 1992). "La blancura que se celebra en Paris Is Burning no es otra que esa brutal blancura patriarcal, capitalista y clasista que se presenta como única vida –estilo de vida– con sentido", sentenciaba.
He ahí el quid del asunto: los participantes de los balls, al menos la mayoría, anhelaban ser millonarios y famosos, sus glamourosos nombres a cinco columnas en los diarios. Muchos soñaban, además, con convertirse en mujeres caucásicas, un sueño escapista, claro, pero que de hacerse realidad los habría alineado con esa supremacía blanca que, entonces (y aún ahora), era el principal motivo de su desempoderamiento.
"Quiero ser alguien. O sea, soy alguien. Es solo que quiero ser alguien rico", concedía la mítica Octavia St Laurent, toda actitud ante las cámaras y detrás de ellas. "Deseaban ser estrellas en un mundo que prácticamente ni quería verlos vivos. Deseaban las mismas cosas por las que el mundo había empujado a menospreciarse a no pocos de ellos", concluía el reverenciado ensayista James Arthur Baldwin en una entrevista en 1986.
"Puedes transformarte en lo que quieras y hacer lo que te plazca. Aquí, ahora. Nada se te cuestionará", argüía Pepper LaBeija en el filme de Jennie Livingston. Y, a continuación, la reina madre de los bailes de Harlem sentenciaba: "Llegué. Vi. Vencí. Eso es un ball". En palabras de Gavaldón y Segade, "una alucinación transgénero y multicultural, que convierte la estética del vogue en el emblema de una escena alternativa, fieramente underground".
Para el poeta y activista gay Essex Hemphill, autor de la imprescindible antología Ceremonies (1992) y colaborador del cineasta Marlon Riggs en el filme semidocumental Tongues Untied (un escándalo de alcance presidencial en 1989, homenajeado el año pasado en la Berlinale y, por fin, traducido al español con motivo de la muestra del CA2M), sin embargo, tamaña fantasía solo podía contribuir a "atemperar y oscurecer" aún más la opresión clasista, racial y sexual de quienes, como Venus Xtravaganza, la vivían.
Ese poder que querían saborear no era sino el espejismo del ideal que la sociedad que los rechazaba les había inculcado. Por supuesto que también los había desengañados. Así se pronunciaba un voguer en el documental de marras: "En la vida real no puedes conseguir un buen trabajo. Un ball es tan real como nuestras posibilidades de obtener toda esa fama y fortuna, el estrellato y el reconocimiento".
Realness, el hecho real, genuino, es el evangelio del ball, tanto como la ambición. De facto, supone la mayor herramienta al alcance de sus participantes para desenvolverse en sociedad fuera de la burbuja voguing. Imperativo estético de la escena, realness es la habilidad de hacerse pasar por aquello que no eres sobre la pasarela del club.
De las muchas categorías a concurso (Butch Queens, drags de aspecto hombruno que competían con prendas masculinas, y Femme Queens, para quienes se mostraban como bellezas femeninas, nunca fallaban entre momentos de vitriólico humor drag, capaz de proponer títulos como Parecerse Al Chico Que Seguramente Te Ha Robado Antes de Llegar Al Ball), Realness se alzaba como la disciplina estelar porque significaba que poseías el talento necesario para sobrevivir en el mundo exterior:colar como heterosexual (hombre o mujer) en un entorno violentamente homófobo.
En plena escalada de la crisis del sida, con el miedo y la ignorancia campando a sus anchas, destaparse como gay era pintarse una diana en la espalda. Por eso, hasta finales de la década de los ochenta, pocos se atrevían a ejecutar sus coreografías en los clubes convencionales. "En cuanto la gente empezó a tener constancia de lo que significaba y de donde venía, bailar voguing era exponerte. Y los chicos de la época estábamos todos en el armario, yo incluido. Nadie quería salir de él", relataba el legendario Willi Ninja durante la promoción de Paris Is Burning.
Sin hacer demasiada arqueología, la tradición del ball como refugio y espacio para la libertad puede rastrearse desde la corte versallesca de Luis XIV y sus bailes de máscaras hasta el music-hall británico de finales del siglo XIX (con figuras como El Niño Farini, un joven acróbata que actuaba como mujer, Lulu, hasta que un accidente de trapecio reveló su secreto para pasmo -e irritación- de sus muchos admiradores), pasando por el cabaret alemán de la era Weimar. Aunque fue con el renacimiento cultural del Harlem neoyorquino de mediados de los años veinte –el fenómeno que el escritor y filósofo Alain Locke describió como The New Negro Movement– cuando las fronteras de clase, raza y género parecieron disolverse en las pistas de baile estadounidenses.
El espejismo terminó cuando la opresión sobre las minorías racializadas hizo de los clubes guetos para travestis, drag queens y transexuales de color que, a partir de los setenta, comenzaron a formar su propio estamento social, una organización de casas (houses) que funcionaban como centros de acogida y refugio para jóvenes sin recursos, en su mayoría afroamericanos.
Regidas por una madre o, en menor medida, un padre (esto es, una drag femenina o masculina), estos clanes familiares, genuinos hogares para jóvenes gays y transexuales marginados por sus propias familias, no solo aspiraban a la excelencia –su particular prestigio social– retándose unos a otros en los balls, sino que también supieron construir una férrea identidad, ética y estética, que con el tiempo empaparía la cultura popular.
La próxima vez que digan o escriban en sus redes sociales cosas como yasss!, work it, fierce o shade, sepan que se están expresando como una drag queen de los ochenta. (Por cierto, por si se lo preguntan, no, la música house no se llama así por las houses, por muy conveniente que resulte).
El CA2M de Móstoles rinde ahora homenaje al voguing, el método de baile que no inventó Madonna, en una exposición que explora los orígenes sociales y políticos de la cultura ballroom. Esta es su historia.
RAFA RODRÍGUEZ Fuente: Vanity Fair 2017
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