«Países de mierda»
El incidente ha asombrado, quizá por su crudeza en boca del jefe de Estado de una democracia, de quien no se espera un tono soez, pero no evidencia nada nuevo. Donald Trump afirmó durante una reunión con legisladores de ambos partidos que Estados Unidos no debería recibir inmigrantes de “países de mierda”, como Haití o las naciones africanas, sino de otros como Noruega, según informaron medios nacionales el jueves.
La Casa Blanca no ha negado esas palabras y se ha limitado a decir que el presidente “siempre luchará por el pueblo estadounidense”.
Más allá de los comentarios que ha provocado el exabrupto —inconveniente pero no inesperado—, no asombra a quien conozca un mínimo del historial del gobernante: desde años antes de concretar sus aspiraciones a la presidencia de Estados Unidos, Trump afirmaba a quien quisiera oírlo, su repudio a la política migratoria de este país, que él consideraba no solo injusta sino inapropiada para la economía nacional, y bajo la cual, de acuerdo a su criterio, existían más restricciones para la entrada de un europeo que para el de otros países que consideraba inferiores, y entre los cuales incluía desde Asia a Latinoamérica, pasando por supuesto por África.
Así que ahora se podrá acusar de muchas cosas al magnate, menos de no ser sincero. El problema es que esa sinceridad deja en claro su objetivo de desarrollar un programa de limpieza étnica en Estados Unidos —si bien hasta el momento por medios no extremadamente violentos— que podría terminar emparentando su administración con los peores ejemplos históricos.
A pocos días de cumplirse su primer año de mandato, el presidente se ha esforzado esta semana en hacer realidad los peores pronósticos sobre su capacidad para el cargo. Errático, furioso, aparentando ser conciliador a veces, multiplicando sus reuniones incluso con la prensa, obstinado como siempre en su cuenta de Twitter y contradictorio siempre, hemos asistido a un despliegue extraordinario de furor y estulticia: como si un productor de televisión hubiera comprado los derechos de Fire and Fury: Inside the Trump White House, de Michael Wolff, para convertirlo en un reality show con el supuesto líder mundial como protagonista.
En una nación que desde antes de la Segunda Guerra Mundial —pero sobre todo después de esta— ha estado dedicada a un papel hegemónico, el actual mandatario se empecina en complacer, de palabra y acción, a esa minoría incondicional que aún lo apoya, y olímpicamente se olvida de su función como jefe de Estado. Trump se empecina en dar lecciones de la mejor forma de comportarse como matón de barrio a la hora de gobernar una gran potencia.
Para sustentar esa boconería el gobernante quiere destinar cada vez más recursos a las fuerzas armadas, pero es un camino extremadamente peligroso cuando por día se multiplican los matones en ese barrio que llamamos la aldea global.
Tras décadas de una civilidad no exenta de hipocresía exagerada a veces —es cierto— con un execrable lenguaje “políticamente correcto”, pero avanzada en su esencia y por lo general en sus métodos —aunque tampoco libre por completo de culpas—, el actual inquilino de la Casa Blanca opta por la vocinglería zafia.
Es difícil imaginar cuántos, dentro de su propio partido, deben estar preocupados en estos momentos por ese tensar la cuerda entre unos argumentos de campaña que parecían destinados a atraer al sector blanco e inculto de la población estadounidense —algo logrado con éxito— y una práctica que se desarrolla bajo la ilusión demente de que basta con cumplir las promesas a ese sector, y hablar el lenguaje de su preferencia, para con ello mantenerse en el poder durante cuatro u ocho años. Trump, que en una ocasión reconoció ser un white trash pero con dinero, según el libro de Wolff —“¿Qué quiere decir eso de ‘white trash’?” preguntó la modelo internacional. “Son personas simplemente como yo”, le respondió Trump. “Solo que ellos son pobres.”—, lo cual se puede interpretar a su favor o en contra en dependencia de haber leído o no a Faulkner, persiste en hacer retroceder culturalmente a Estados Unidos, al tiempo que brinda a los demócratas cada vez más argumentos para un ataque certero (que estos lo logren es otro problema).
Lo que deja a las claras las palabras de Trump —como si a estas alturas ello fuera aún necesario— es que, tras su retórica de preservar los trabajos de los estadounidenses, salvaguardar al país de ataques terroristas y el lema de “América primero” hay la misma concepción racista de Richard B. Spencer: ambos buscan la supremacía blanca.
Este ideal supremacista explica la renuencia de Trump a encontrar una solución para los “dreamers”, a los que en última instancia está tratando de utilizar como simples rehenes para lograr los fondos necesarios para construir una parte del famoso muro —con esos fondos y esa construcción parcial de la muralla al parecer piensa cerrar ese capítulo— que lo catapultó a la campaña presidencial.
Nada más insensato que esa oposición a los beneficios para los cerca de 800.000 jóvenes —una cifra no demasiado elevada para los estándares demográficos nacionales— que gracias al programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA) se han visto libres de ser deportados. Todos llegaron a este país siendo niños y han cumplido con el requisito de estar trabajando o estudiando a la hora de inscribirse en el plan. A estas alturas, para muchos el inglés debe ser su idioma fundamental. Hay múltiples testimonios de graduados universitarios entre ellos. Incluso puede argumentarse, desde el punto de vista económico, que esta nación ha invertido recursos en su formación que se perderían de ser expulsados. Han confiado en el sistema político de EEUU a la hora de inscribirse y no han cometido delito alguno. Su deportación no sería más que un ejercicio de limpieza étnica. Por supuesto, el Gobierno de Trump no quiere aniquilarlos: se conforma con aniquilarles sus vidas.
En el caso de los beneficiados con el TPS (Estatus de Protección Temporal), que ha protegido a miles de nicaragüenses, salvadoreños, haitianos y africanos (estos últimos en menor medida), la disposición no solo es cruel sino profundamente engañosa, al obligarlos a intentar legalizar su status migratorio al tiempo que les cierra las vías para hacerlo y les exige requisitos que sabe no pueden cumplir. También aquí, la razón económica no es más que un pretexto.
Según un estudio reciente del Center for Migration Studies, la mayoría de los haitianos acogidos al TPS llevan viviendo en EEUU 13 años y tienen 27.000 hijos nacidos en este país. Más del 80 % cuentan con empleo y 6.200 ha adquirido hipotecas para pagar las viviendas que legalmente han adquirido.
De cumplirse los planes de Trump, en pocos años EEUU se vería obligado a importar fuerza de trabajo, con un carácter más o menos temporal, solo que entonces se recurría a países europeos, principalmente de las exrepublicas socialistas, como viene haciendo desde hace años el magnate en sus instalaciones turísticas.
El Gobierno de Trump siempre se ha mostrado partidario de conservar los monumentos confederados, y desde el punto de vista histórico tiene razón en ello, pero tal fidelidad a la historia obliga a más: a preservar no solo la piedra sino el progreso y la justicia social. De seguir por el rumbo que marcha la administración, habría que borrar la inscripción en la Estatua de la Libertad, y algo peor: lamentar el retroceso en el país y la vuelta a los tiempos en que los ciudadanos eran valorados según el color de su piel y el país de origen. Quienes nacimos en el extranjero, en lugares como la propia Cuba, debemos a empezar a inquietarnos. Porque al cartel de “no haitianos, no salvadoreños, no mexicanos, no nicaragüenses, no africanos” se le podría agregar otra palabra: “no cubanos”.
Autor: Alejandro Armengol, Miami