LA LUNA PROMETIDA
GABRIEL ALBIAC -ABCERA el verano de 1960. Jean-Paul Sartre ha aceptado la invitación que le hace Fidel Castro para que él y Beauvoir visiten Cuba. En su oscilante relación con los "socialismos reales", el autor de la Crítica de la razón dialéctica sueña haber, al fin, avistado un suelo firme. Se equivocará esta vez, como se había equivocado tantas otras en sus ambiguos años de compañero de viaje del Partido Comunista en Francia. E, igual que entonces, tendrá el coraje –no todos lo tuvieron– de denunciar once años después el fraude al cual él mismo había contribuido y de romper sonoramente con el tirano caribeño, a raíz del "escándalo Padilla". Denunció entonces la feroz represión de los escritores en la isla. Fue una condena frontal, que compartió con lo mejor del mundo intelectual europeo y americano: "Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de confesión que ha firmado Heberto Padilla sólo puede haberse obtenido mediante métodos que son la negación de la legalidad y la justicia revolucionarias. El contenido y la forma de dicha confesión [están hechos de] acusaciones absurdas y afirmaciones delirantes".
Los firmantes fueron arrojados al círculo más sombrío del infierno de los contrarrevolucionarios. El tirano de La Habana perseveró. Hasta que la enfermedad le hizo imposible el mando. Colocó a su hermano como vicario y se extinguió, al fin, más aburrida que épicamente. Me pregunto si, en esos años, a la tediosa espera del ocaso, a Fidel Castro pudo volverle a la cabeza la conversación que deja estupefacto a Sartre en su desnortado viaje de 1960. El filósofo le ha preguntado si todo aquello que un pueblo pide debe serle siempre y necesariamente conseguido por sus dirigentes. Castro, impávido, pasa por encima de la imposible paradoja: "Sí", sentencia. Y Sartre, con ironía que se adivina más que escéptica, vuelve al ataque: "¿Y si le piden la luna?". Tampoco esa nimiedad altera al Comandante: "Aspiró su cigarro, constató que estaba apagado, lo dejó y se volvió hacia mí: "Si me piden la luna, será que la necesitan", me respondió". Sartre era demasiado inteligente como para poder engañarse sobre el delirio que late en aquel que ya se ve a sí mismo como un dios en la tierra.
Un dios mundano –Castro lo fue en la isla– no rinde cuentas a nadie. Él pone lógica, ley y textura a la realidad. Como el Dios bíblico, el Comandante crea el mundo al ir hablando. Si le piden la luna, él dispondrá de ella. Le bastará llamarla por su nombre. Nadie ni nada puede resistirse a esa voz. Nadie ni nada. Y aquellos que a esa palabra opongan reticencia habrán de ser fatalmente aniquilados. Ernesto Guevara formulará lo inexorable de eso, al consagrar la revolución en "odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal". La luna exige sangre. Los sacrificadores la consagran.
Ya no hay Castros. Fidel se fue pudriendo después de pudrir Cuba. El senil Raúl prolongó la gravedad sacerdotal del apellido. Y el terror que ese apellido arrastra. ¿Qué viene ahora en una Cuba política y moralmente devastada? ¿Qué viene después del cúmulo repetido de las alucinaciones? La ruina. Como siempre, desde hace ahora ya bastante más de medio siglo. ¿Y después? Después, la luna. Prometida. Después siempre.