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General: REINALDO ARENAS Y ÓSCAR WILDE: ENIGMAS DE PASIÓN
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De: administrador2  (Missatge original) Enviat: 15/07/2018 17:56
 ENIGMAS DE PASIÓN
ÓSCAR WILDE Y REINALDO ARENAS

La libertad no se define, se ejerce - Octavio Paz   
             Rodrigo Quesada Monge
Este es un ensayo sobre la pasión por la libertad y el goce de expresarla abiertamente. Aunque requiere un esfuerzo considerable encontrar a escritores, poetas, músicos o pintores que logren, de manera armoniosa y fructífera, enlazar ambas dimensiones del arte, es conveniente y útil hacer el intento. Más aún cuando se trata de escritores como Óscar Wilde (1854-1900) y Reinaldo Arenas (1943-1990), uno irlandés y el otro cubano, para quienes la libertad y la belleza son las dos caras de un mismo asunto: la vida.
 
El movimiento pendular que caracteriza a la obra de estos dos grandes escritores, entre la sutileza más excelsa y el desenfado más escabroso imaginable, es el eje vertebral que hace vibrar la riqueza sin límites de sus distintos medios de expresión estética e intelectual. No es posible concebir a un Óscar Wilde que reflexiona sobre la belleza, el arte, la buena conversación, y el buen comer, sin que sus valoraciones tengan algún grado de incidencia política, trabajada con la laboriosidad de orfebre del buen ironista y el sarcasmo penetrante de quien conoce las fisuras y debilidades de su objeto de crítica. Lo mismo sucede con Reinaldo Arenas, también un “escritor en las orillas” como diría Beatriz Sarlo refiriéndose a Borges, sólo que en este caso, las riberas en las que se despliega el arte y el pensamiento de Arenas son aquellas que la revolución cubana, en su etapa más dura, le permitió avizorar.
 
A Wilde la justicia victoriana lo silenció, o quiso silenciarlo, porque él les puso el espejo al frente, sin empacho alguno. Elías Canetti (1905-1994) decía que la era victoriana tenía una grandeza nutrida sobre todo de sus fracasos y omisiones. Esos defectos y problemas precisamente hicieron intolerable el espectáculo que Wilde quería obligarlos a ver. La supuesta justicia revolucionaria, en un primer momento, silenció a Reinaldo Arenas exactamente por lo mismo. Para estos dos autores, y así lo probaron en la práctica, la vivencia de la libertad no es un asunto puramente teórico. Existe una relación muy estrecha entre nuestras nociones de la belleza y sus eventuales resultados políticos, entendida ésta, la política, como la forma más efectiva para que los seres humanos, en grupos e individualmente, disfrutemos la riqueza que la sociedad y la naturaleza son capaces de ofrecernos. Si no toda la cultura occidental rodaría por los suelos. Porque la política no es sólo el ejercicio, habilidoso o torpe, del poder.
 
Con este ensayo aspiramos a orientar al lector, para que, según sugería Octavio Paz (1914-1998), aprenda a escuchar lo que los poetas tienen que decir sobre temas tan diversos como el arte, la belleza, la pasión y la política. La sordera del lector contemporáneo es insigne en muchos aspectos, como veremos. Por lo tanto, llegó el momento en que es posible retomar lo que estos dos grandes maestros de las letras nos tienen que decir, sobre una sociedad en la que el anonimato les ha borrado completamente el rostro a las personas. Se trata, por desgracia, de un anonimato muy bien trabajado, donde no interesa lo que uno piense, sienta o haga, en el tanto en cuanto ejerza su creativa labor de consumidor. Se trata de un anonimato rentable, que deglute mercancías y genera ganancias. Las opciones para ser persona se han reducido en un universo repleto de posibilidades, y eso es un enigma. Es un enigma también que hoy la belleza y el talento, la inteligencia y la sensibilidad se hayan elaborado a tal extremo que se confunden con productividad, rentabilidad y rendimiento. De todo esto trata este ensayo.
 
Aclarémosle a nuestro posible lector que para el caso de Óscar Wilde, cuya obra ya trabajamos en otros momentos, hemos utilizado esencialmente sus cartas. En nuestro ensayo anterior las utilizamos pero el propósito era otro, retratar al hombre contra el escenario de la sociedad victoriana. Con este trabajo, más íntimo y personal, las cartas son un recurso vital y bibliográfico inigualable. Reinaldo Arenas es un insuperable novelista, un mago extraordinario con el lenguaje. Sus experimentos literarios y novelísticos solo encuentran semejanzas en otros escritores cubanos del mismo fuste como Severo Sarduy (1937-1993) y José Lezama Lima (1910-1976) o el argentino Julio Cortázar (1914-1984). Por eso nos serviremos de sus novelas, donde el lector encontrará unos frescos y murales de la historia cubana y latinoamericana del último cuarto del siglo XX, raramente igualados hasta ahora. Los ensayos de Arenas, por otro parte, constituyen un descarnado retrato de sus emociones y sentimientos más profundos, sobre el impacto que tuvo para él la revolución cubana, en su dimensión más existencial y articulada al problema de la civilización.
 
Poesía y libertad.
Para ambos poetas, existía una relación desconcertantemente estrecha entre estas dos nociones. Y es también desconcertante la forma en que ambos vivieron sus existencias; al filo de la navaja; siempre al borde del precipicio. Esa práctica existencial de vida la vuelve un reto constante, porque se trata de vaciarla del anodino transcurrir de la cotidianidad. Con esta clase de artistas la cuestión de la libertad va más allá de ser un asunto de naturaleza puramente lírica, y se cubre de piel y se llena de sangre, tanto así, como para que se apueste la vida en ello. Deja de ser, además, un problema que le pertenezca a las esferas teóricas del análisis del poder, para convertirse también en materia poética, pero una que se adhiere a la existencia cotidiana, de forma tal que nos resulta imposible, más bien inimaginable, desligar el quehacer poético de Wilde o Arenas, de sus vivencias más entrañablemente sentidas, aquellas que están a pura flor de piel.
 
Con Wilde y Arenas no hay dobleces, no hay distorsiones ni gestos cumplidos para atender el buen decir de los “conocedores”. Con ellos se hace poesía en las calles, en los bares, en los burdeles y en las cárceles, o no se hace del todo. Esa separación, retórica y banal, elaborada por algunos, entre poesía y bohemia, para explicar, a medias, los logros en el lenguaje pero no en la vida, también los avances existenciales, aunque no los grandes logros artísticos, tiene que ver más con los alcances de una supuesta filosofía del arte, que con el ejercicio de la poesía como expresión supina de la libertad individual.
 
Estamos hablando de la cotidianidad, de la temporalidad, de la transitoriedad y profundidad de la poesía de verdad, aquella en la cual cada poema destila el perfume, los agravios y desagravios, así como el sabor y los sinsabores de los esfuerzos del poeta. Para Wilde y Arenas, la poesía es cuestión de fuego, de aprender a consumirse a sí mismo en las hogueras de la locura y de la lírica. Esto no pasaría de ser más que un buen epigrama, sino supiéramos que en la poesía de Wilde está retratada con sangre y rutina, toda la escenografía cotidiana de la era victoriana. Así como en la obra de Reinaldo Arenas, se encuentran posiblemente, los guiños y retruécanos más duros y mordaces que se puedan registrar en la literatura latinoamericana contemporánea, con relación a los excesos del poder desplegados por grupos políticos y sociales, interesados con pobreza en el quehacer artístico e intelectual de nuestros países.
 
Si los mejores testigos de su tiempo son los poetas y los artistas, cuando se trata de procesos revolucionarios, como la revolución industrial en el caso de Wilde o de la revolución cubana, en el de Arenas, las dudas y preguntas que nos sobrecogen, tienen más que ver con su protagonismo en tales procesos, antes que con la calidad y riqueza de su producción artística, pues ésta no se somete a juicio en ese preciso momento, en virtud de que el mismo le pertenece a la posteridad. Sin embargo, a pesar de las pocas coincidencias, o de las muchas resonancias que podamos hallar en los proyectos vitales de uno sobre el otro, así como del grado de influencia que pudieran haber ejercido los momentos históricos y sociales, en que les tocó vivir, ambos acertaron en diseñar trayectos, caminos distintos pero igualmente efectivos, para ejercer su propia concepción de la libertad.
 
Para Tzvetan Todorov, Wilde, junto a Rainer María Rilke (1875-1926), y Marina Tsvetaeva (1892-1941), es uno más de los aspirantes a ser parte de los “aventureros del absoluto”, con lo cual podríamos estar diciendo mucho o nada, da lo mismo[3]. Prácticamente toda la cultura occidental desde los griegos, y particularmente después del Renacimiento, reposa sobre la búsqueda del absoluto, de tal manera que escoger a estos tres poetas para sostener una tautología, nos resultó al final de cuentas poco alentador. Sin embargo, el ensayo de Todorov, maravillosamente bien escrito, es un buen principio para quienes andan detrás de poetas que han resuelto, de manera trágica, el enigma de la pasión, la terrible disonancia entre vida y poesía.
 
Con Reinaldo Arenas, la poesía no es cuestión de niños, o un asunto que pueda ser asumido con frivolidad y displicencia. Pero no tanto la poesía en abstracto, es decir su dimensión teórica o epistemológica, sino su ejercicio, su práctica cotidiana, cuando el poeta se suda la camisa en un combate cuerpo a cuerpo con las palabras, luchando por arrancarles una melodía, un tono, una organicidad que no siempre logra los niveles de perfección esperados. Uno de estos grandes luchadores, para Arenas, fue precisamente el gran escritor cubano José Lezama Lima, su maestro en muchos aspectos, tanto estéticos como existenciales.
 
En uno de sus más valiosos ensayos, publicado en La Habana en 1969, antes de salir de Cuba, Reinaldo Arenas nos regala algunas de sus más lúcidas consideraciones teóricas, estéticas, políticas y vitalistas sobre el quehacer de la poesía, utilizando como ejemplo superior el caso de Lezama Lima. “¿Y quién es el que cree sino el que crea?, se pregunta Arenas. ¿Y quién es el que crea sino el poeta? Es decir, un ser misterioso y terrible, un elegido. Poeta es una condición fatal que se convierte en dicha sólo cuando logra expresarse cabalmente. Para el poeta, expresar su condición es ser. Los poemas que son están por encima de todo tiempo y de todo terror ocasional (sin ser ajenos a los mismos), instalados en el gran tiempo y en el gran terror permanentes”.
 
El poeta que ha tenido la desdicha o la bendición de haber presenciado el transcurrir abrasador de un proceso revolucionario como el cubano, se enfrenta a tener que darle respuesta a un conjunto imprevisto de preguntas, para las cuales sólo la historia, tal vez, tendría soluciones razonables. Fue el caso también de otros grandes poetas como Boris Pasternak (1890-1960), o Vladimiro Maiakovski (1893-1930), en su momento. Son preguntas muy relacionadas con el manejo que haga el poeta, el artista, el intelectual, de los perímetros concedidos por el poder político establecido. “En eso ha consistido siempre la labor del poeta: hacer una obra perdurable a pesar de su época”, nos añade Arenas. Esa perdurabilidad es un asunto que, para el poder político, se decide en el escritorio, o el gabinete, de un valet al servicio de un rey o de una reina, o, en último caso, de un burócrata de partido.
 
Existe, además, una sustancial diferencia entre un “fabricante de poemas”, según el buen decir de Arenas, y un creador de poesía como Lezama Lima. El supuesto hermetismo de las creaciones de este último, es ante todo un mal digerido sambenito, en boca de periodistas, radiodifusores, y críticos mal enquistados en las estructuras del poder, desde donde se dedican, tiempo completo, a cazar poetas, supuestamente “muy difíciles”, quienes, dicen ellos, han sido capaces de elaborar una especie de lenguaje críptico, con el cual escamotear las buenas costumbres y la supuesta moral revolucionaria, brillantemente administrada desde las sacrosantas altas esferas del poder.
 
Arenas critica el supuesto hermetismo del que hablan algunos lectores poco avezados, así como la escasa penetración analítica de críticos profesionales quienes, cuando no entienden lo que están estudiando, hablan “de que el principal personaje de la joven novelística cubana es la palabra”, para discutir sobre la validez de argumentos y construcción de novelas tales como Paradiso de Lezama. En estos casos, el pecado original con que nace el escritor, el novelista, es su productiva obsesión por la palabra, la cual no encaja en teorías literarias pre-concebidas, o pergeñadas al calor de la temporalidad o de la inmanencia de procesos sociales y políticos, que nada tienen que ver con las preocupaciones estéticas de quien quiere hacer poesía de la forma más libre posible.
 
Es muy raro, lo decían con cristalina claridad Oscar Wilde y Walter Benjamin, encontrar a un crítico que conciba, respetándose a sí mismo, su labor como una obra de arte. El crítico artista, de que nos habla Wilde, es tan excepcional, como es artístico el producto de su trabajo. “(…) Más aún: yo diría que la crítica más elevada, siendo la forma más pura de la impresión personal, es, a su modo, más creadora que la creación, ya que tiene menor relación con todo patrón externo a sí misma, y es, en rigor, su propia razón de existir, y-como dirían los griegos-es un fin en sí misma y para sí misma. Ciertamente, jamás se ve trabada por cualesquiera cadenas de verosimilitud. Sobre ella jamás influyen innobles consideraciones de probabilidad, esa cobarde concesión a las tediosas repeticiones de la vida doméstica y pública. Se puede apelar de la ficción ante el hecho, pero no se puede apelar del alma”. Walter Benjamin hace un análisis similar, varios años después, respecto a la producción artística de Goethe[8]. Sin compartir plenamente el optimismo de la ilustración de que el mundo será redimido por el arte, es fácil encontrar, tanto en Oscar Wilde como en Reinaldo Arenas, una nostalgia profunda y casi instrumental sobre la ausencia de críticos imaginativos, creativos y dignos de sus propias creaciones; reclamo de los más sentidos por los grandes analistas anglosajones del siglo XX, al estilo de René Wellek, Edmund Wilson, Northrop Frye, Michael Dirda, Cyril Connolly y otros.
 
En la “era del olvido” como la llama Tony Judt[9], hacemos a un lado el pasado más inmediato antes de comprenderlo en su justa dimensión, con lo cual nos desmemoriamos y nos desvinculamos de todo aquello que nos haga responsables del presente que tenemos entre manos. En estos casos, es el poeta el que constantemente nos conmina a establecer una articulación más efectiva con la realidad que tenemos al frente, pero que queremos escamotear debido a su fealdad o a su siniestra capacidad opresiva.
 
Con Oscar Wilde nos enfrentamos a un dilema: hizo todos los esfuerzos posibles para que su vida fuera una elongación de su arte. Un esfuerzo así tiene muchas posibilidades de fracasar, pero le deja al poeta, así como a todos aquellos que lo lean y lo sigan, la satisfacción de haber emprendido un programa de apreciación estética y de vivencia de la cotidianidad, que le da sentido a la espontaneidad y redondea nuestras limitaciones para comprender la profunda distancia que media entre ética y arte. La tardía manifestación pública de la homosexualidad de Wilde, tiene poco que ver con un claro programa de defensa de su sexualidad, como lo hiciera abiertamente Arenas en su momento[10]. Para éste, su identidad sexual era un asunto político, y estaba en relación directa con los niveles de participación civil que pudiera desarrollar, ya fuera en Cuba o lejos de ella. Su capacidad de arriesgar la vida con el fin de lograr mayores y más efectivos espacios de expresión artística, política y sexual, no estaba estrujada por su ambigüedad con respecto al poder político, como le sucedía a Wilde.
 
Los victorianos estaban educados para reverenciar a los héroes, algo que para Wilde resultaba muy asfixiante, pues vivir una existencia en la cual el reto, el desafío y el heroísmo fueran artilugios cuasi religiosos, obligaba a los individuos con cierta sensibilidad, a callarse cuando con más fuerza y vigor debían hablar[12]. Arenas, por el contrario, pudo vociferar su inconformidad contra la revolución cubana, hasta el momento en que para ésta, la figura del escritor resultaba una sombra que había que conjurar. Reinaldo hizo todo lo posible por no encajar. Wilde intentó lo contrario. Hay que recordar, como bien lo apunta Cabrera Infante, que Arenas no era realmente un revolucionario, era un rebelde. Esto le cambia, completamente, la óptica que podamos tener de su quehacer artístico e intelectual, porque de ser apreciado como el anti-castrista vociferante y lacrimoso, nos surge una imagen diferente, la del tipo duro (como un romano, diría Cabrera Infante), sin tapujos para defender su profunda reticencia contra las aspiraciones y objetivos de la revolución cubana.
 
Encajar, y encajar bien, era para Oscar Wilde algo esencialmente estético, pues, según él, la moral y las buenas costumbres pertenecían al limbo de la privacidad. Pero los victorianos hacía rato habían descubierto que entre la moral pública y la moral privada, prácticamente, no había frontera. Wilde comprendió muy tarde la eficacia de este descubrimiento. Lo sorprendió en el estrado del juez que lo condenaría a dos años de trabajos forzados por sodomía.
 
Con Arenas el asunto es un poco más claro: su noción de libertad no se negocia. Arenas no apuesta por nada ni con nadie las desproporciones que su idea de la libertad pudiera alcanzar. Es vibrante, y las palpitaciones que pudieran producirle cualquier atentado en dirección contraria, solo pueden ser atribuibles a un terror feroz contra toda expresión totalitaria. La pasión y la fuerza que conducen los razonamientos y emociones de Arenas, en lo que compete a su tratamiento de la libertad, no están vinculados ni bajo la influencia de ningún acercamiento teórico al asunto. La libertad es una cuestión carnal y no tiene nada que ver con los libros de texto.
 
En efecto, todo intento por “administrar” la libertad, ya sea por aquellos que se llaman a sí mismos depositarios de la verdad espiritual, o por los que constantemente hipostasían su concepción de la historia, como los burócratas de partido, está condenado al fracaso desde el momento mismo en que la libertad no es un objeto, o ente, cuya ubicuidad nosotros podamos establecer con antelación. Las reflexiones que, en ese sentido, hacía Arenas tienen resonancias sumamente sugerentes de otras hechas por un autor soviético del calibre de Mijail Bulgákov  a quien el régimen estalinista no pudo aniquilar, en razón de su prestigio internacional y de la contradictoria admiración que le profesaba el dictador, pero cuya profundidad y vigencia están en relación directa con las dimensiones estéticas reales de su quehacer artístico.
 
Para escritores como Arenas, Wilde o Bulgákov, o algunos otros de los que hasta aquí hemos mencionado, en vista de que la libertad no es un objeto, ni un ente omnipotente, sino una vivencia, una emoción, o si se quiere una condición, un estar ahí, la sociedad, la estructura de poder o el régimen político que no la facilite o la garantice, corre el riesgo de caer podrido al menor intento de ejercer su administración. Esa putrefacción sería el resultado de su incapacidad para crear los instrumentos que hagan posible su ejercicio irrestricto e incondicional. En este tipo de situaciones el costo personal puede ser enorme. El tirano o la tiranía pocas veces corren el riesgo de establecer excepciones, que puedan convertirse rápidamente en vehículos de demandas generalizadas a favor de la libertad, la democracia y el libre ejercicio del pensamiento, la creatividad y la sensibilidad. Por eso el campo artístico es y ha sido siempre un tremendo dolor de cabeza para los dictadores de todos los pelajes.
 
Las relaciones sostenidas por los artistas, los académicos, los científicos y los humanistas con los procesos revolucionarios de cierta profundidad, a lo largo de la historia, siempre han sido difíciles y muy complejas. El haz de alternativas políticas en dichas relaciones, se teje en función de que el libre ejercicio de la creatividad no encuentre obstáculos de ninguna textura. Desde Cromwell, en el siglo XVII inglés, pasando por los jacobinos en la Francia revolucionaria del siglo XVIII, y los bolcheviques en el siglo XX, los procesos revolucionarios se han visto sacudidos por esta clase de desacuerdos con la comunidad académica, científica y artística.
 
La historia de las revoluciones de los últimos quinientos años está plagada de arbitrios, violencia y brutalidad contra los intelectuales que no lograron adaptarse rápidamente a los ajustes institucionales, políticos e ideológicos que trajeron consigo dichas revoluciones. Su arremetida contra la independencia y la creatividad, estuvo más en relación directa con los resultados políticos de las mismas, que con la oferta ética y estética hecha dentro de los canales revolucionarios mismos. Es decir, rara vez una tiranía que dice apoyarse en una revolución o en cierta herencia de esta naturaleza, aceptará el hecho incontrovertible de que es incapaz de producir a sus propios intelectuales, en el momento inicial del proceso revolucionario mismo. Siempre tuvieron que servirse de los intelectuales del régimen despojado del poder, al menos mientras la institucionalidad revolucionaria se va construyendo lentamente. Así, los que no encajan, inician una etapa de precariedad sumamente dolorosa, que los deja prácticamente sin alternativas dentro del proyecto social que recién despega.
 
Cuando se revisa con algo de cuidado la obra ensayística de Reinaldo Arenas, o se escuchan y se leen sus entrevistas, se puede establecer con cierta solvencia que las baterías críticas de Arenas no están dirigidas tanto contra el socialismo, el sovietismo, o lo que él llama la “superestalinización” de la revolución cubana, sino contra la versión que esa revolución tenía de todo ello. En realidad Arenas no alcanzó a sistematizar su visión del proceso de burocratización de la cultura en Cuba (en realidad no le interesaba), pero sí nos heredó, posiblemente, el más acabado libelo, henchido de amargura y resentimiento en contra de lo que pretendía la revolución contra la libertad artística y sexual en la isla, para Arenas, dos conceptos estrechamente ligados.

A ese respecto, el lector que busca informarse, debe tener cuidado de no dejarse abrumar por la andanada de improperios, chismes, sarcasmo y vulgaridad (chapucero, dice Cabrera Infante) que a veces parecieran penetrar las críticas y los análisis hechos por Arenas sobre la cultura cubana en particular, y latinoamericana en general. Estos son datos que otros autores han señalado con lujo de detalles, pero es que el dolor del exilio y la humillación que sobrecogen a Reinaldo Arenas, pudieran influenciar nuestra búsqueda sobre su noción o nociones de la libertad en determinados momentos de su crecimiento como novelista y como intelectual. Hay ocasiones en que su obsesión por denunciar al régimen de Castro en Cuba, bordea los abismos de un nihilismo mal entendido, y se acerca más a la apología retrospectiva de la dictadura de Batista que a una preocupación auténtica por el futuro político, social y cultural de la isla.
 
La libertad por la que luchó y sufrió hasta el agobio Reinaldo Arenas, como muchos otros de sus colegas contemporáneos, no podía diseñarse en el escritorio de un burócrata o en las buenas intenciones financieras de alguna embajada imperial en Cuba, o en cualquier otra parte de América Latina. Aquí se trata de cuestiones básicas: libertad para escribir lo que se me antoje y como se me antoje, para ejercer mi sexualidad libremente, para trasladarme adonde quiera y para criticar sin tener que mirar por el encima del hombro, con temor y suspicacia. Si un régimen político, del signo que sea, niega, bloquea o manipula estos ingredientes esenciales, la particular sensibilidad de un intelectual, un artista o un poeta, se pondrá en movimiento para denunciarlo. Pero también existe la posibilidad de transar, de negociar de terminar adaptándose al régimen oprobioso, con lo cual la actividad intelectual, académica o artística se desnaturaliza de manera brutal, inaceptable para un hombre como Reinaldo Arenas.
 


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Resposta  Missatge 2 de 4 del tema 
De: administrador2 Enviat: 15/07/2018 18:09
Es en vista de esta actitud rebelde, intransigente y frontal, nihilista a veces del novelista cubano contra el régimen de Castro, que las afirmaciones de un autor reciente nos parecen algo excesivas, cuando sostiene que mucho de la producción novelística de Arenas, responde a las exigencias de un marxismo-leninismo más o menos elaborado. Tratar de descubrir un Arenas marxista, bajo los arabescos estilísticos de sus obras, puede ser una pretensión interesante, pero debería renunciar por completo a la explicación de sus viscerales diatribas contra la revolución cubana. Por eso decimos, más bien, que la actitud del novelista es de naturaleza nihilista, entendido el nihilismo dentro de la tradición clásica rusa, para la cual la franqueza, el sentido crítico y la total libertad de expresión son fundamentales. En Occidente siempre se cometió el error de confundir nihilismo con terrorismo, o nihilismo con la absoluta falta de convicciones políticas y morales, una conducta que pertenece más al mundo del psicoanálisis, pero que tiene poco que ver con el ejercicio de la libertad.
 
Con relación a Wilde, al que jamás podríamos acusar de nihilista, sus duros y fríos comentarios críticos de la moral victoriana y sus convencionalismos, se mueven más bien en el terreno del dandysmo, de la ironía elegante y contenida, pero jamás aspiró a cambiar nada de eso. Para Wilde, quien vivió de hacerles notar a la aristocracia y a la alta burguesía imperial inglesa sus dobleces y quebrantos, nunca pretendió hablar de revolución, y jamás utilizó sus piezas teatrales como plataformas subversivas contra el orden de cosas establecido. Por eso es sencillo sostener que el utopismo de Wilde está más cerca del anarquismo, que el nihilismo de Arenas. Wilde sólo quería un mundo más bello. Arenas uno más libre. Pero cuesta establecer, con algún grado de certeza, si ambos tuvieron preocupaciones revolucionarias, entendidas éstas como aquellas aspiraciones que posee un individuo, o un grupo humano, por transformar radicalmente el mundo en el que vive, con su participación activa y beligerante. Wilde creía en el poder de la conversación, la amistad y el amor. Arenas en el poder de la sensualidad y la fabulación. Por eso es fácil sostener que la mayoría de sus novelas son fábulas, en las que algunos de sus personajes devienen arquetipos de la libertad, la independencia, el antiautoritarismo y la espiritualidad. Es fácil, también, descubrir en la poesía y la narrativa de Reinaldo Arenas un ingrediente religioso, un sostenido retorno a las raíces, como sucede con Celestino antes del alba. A Oscar Wilde, por el contrario, lo seduce la parafernalia principesca del papado, aunque su moral de catecismo nunca le produjo ningún efecto moral o espiritual duradero.
 
La crítica socio-política y cultural de Reinaldo Arenas no es, por lo tanto, ni revolucionaria, ni tiene tampoco aspiraciones apologéticas del liderazgo de la revolución cubana. Con él, en su quehacer cotidiano, en el compromiso con que asume la creación artística y cultural, en la pasión con que aborda los problemas sociales y políticos de Cuba, no existe ninguna consideración para aquellos que han osado asaltar el poder, manipularlo y prostituir, de esta manera, todo lo que tenía que ver con la libertad en la isla. Su “dadaísmo”, presente en varias de sus novelas, así como en su poesía (entendido el dadaísmo como el síndrome del rechazo o del rechazado), está en relación directa con la intolerancia que desarrolló el novelista hacia las ingerencias extra-literarias en su labor como artesano de la literatura. Tales ingerencias las entendió como una irrupción violenta contra su sexualidad. Porque, como nos dice el profesor Cacheiro, “Arenas evalúa la existencia desde la perspectiva de la sexualidad. Su existencia está centrada en el placer”.
 
Sin olvidar el placer, la sensualidad y el erotismo, Wilde, por su lado, nunca asumió una actitud de confrontación hacia el orden establecido. Sabía perfectamente que a la moral victoriana era imposible sitiarla, de tal manera que, se decidió por el sendero del menor esfuerzo, es decir, redujo las peculiaridades de sus pequeños gustos de alcoba a la esfera meramente individual y privada. El problema era que, para los victorianos, a su vez, la esfera de lo individual podía tornarse en un asunto público, mediante el truculento recurso de juzgar y enjuiciar a Wilde, por haber convertido sus vicios privados en una cuestión pública, sirviéndose del elusivo expediente de que su labor era puramente artística. Coincidir hoy, por esta razón, con los prejuicios ideológicos de los victorianos, podía tornarse, en cualquier momento, en una confrontación, cuando tales prejuicios hubieran sido vaciados de sus contenidos estéticos, y quedara expuesto, así, el cadáver maloliente de su hipocresía.
 
Utilizando el teatro, entonces, como plataforma, para dirimir sus pequeñas y cotidianas batallas contra la moral victoriana, pudo Wilde, a la larga, elaborar un mundo refractario donde la pastosa urdimbre de los diálogos, el frívolo sentido del humor y unos personajes atrapados en el atolladero de sus insulsas viditas, que apenas toleraría los embates de la realidad. El esfuerzo creativo de ese mundo de ficción, que para muchos autores es una tarea integral de la labor cotidiana, por lo tanto razonablemente vivencial, en el caso de Wilde supuso un esfuerzo descomunal-como sucedió con Reinaldo Arenas, también-, lo que apenas le permitió un respiro, para tomar consciencia de que estaba cruzando la línea fronteriza entre la ficción y la realidad. Para ambos casos, entre lo privado y lo público. El camino transitado por Reinaldo Arenas, sin embargo, estaba plagado de espinos, amargura y vejaciones, porque asumió que su labor pública, como intelectual, como artista, como escritor, estaba estrechamente relacionada con su vida privada; más explícitamente, con sus vivencias de alcoba, algo que no logra entreverse por completo en la obra de Oscar Wilde. En su novela El color del verano, Arenas dice que los verdaderos intelectuales son demasiado inteligentes para creer, demasiado inteligentes para dudar y lo suficientemente sabios para negar. Por eso la gran inteligencia no va al poder sino a la cárcel.
 
Arenas descubrió muy temprano que las aspiraciones de la revolución cubana no satisfacían sus necesidades más sentidas y convirtió su lucha contra ésta en un proyecto de vida, estético y político. En sus novelas más elaboradas y complejas, de una extraordinaria riqueza verbal, dramática y argumental, no deja de sentirse la preocupación que lo atosiga por la libertad. Ha llegado a convertir sus ansias de libertad en un asunto de carne y hueso, tan vivencial y sostenido, que no alcanza a visualizar-tan enceguecido se encuentra por la desesperación de escapar-los lentos pero profundos cambios que está trayendo consigo la revolución cubana. Otra vez el mar reúne, con mucho, algunos de los mejores ejemplos de lo que estamos diciendo. “Constantemente, incesantemente, estamos ahora en guerra, dijo de los altos dirigentes. Estamos en guerra, óyelo bien, vivimos bajo la amenaza de que nos fulminarán; en una perpetua lucha que va más allá de los límites del campo de batalla, que a veces, siempre sobrepasa en horror a la misma batalla…A quién puede interesarle mi tragedia, si ahora mismo todos podemos perecer fulminados. Pero es terrible, dice Héctor, y yo lo escucho (ahora, rumbo al trabajo, esperando el cambio de luz), es terrible vivir siempre bajo la amenaza, la advertencia, de que este miserable día puede ser el último; aun dentro del horror es imprescindible que haya una estabilidad, detenerse en un punto, decir aquí me instalo, de aquí parto, de acuerdo a estas condiciones trataré de sobrevivir. Pero ni siquiera eso, dice (y ya el auto echa a andar, pronto me apearé y entraré en el trabajo), ni siquiera eso tenemos aquí. Es preferible la guerra abierta, que lleguen las bombas de una vez: así, por lo menos, habría un fin, el caos no sería perpetuo. Quizás hasta se podría empezar otra vez”.
 
El “pesimismo histórico” de Arenas, para utilizar una expresión de Walter Benjamin, no se hallará nunca en la obra de Oscar Wilde, porque en la de éste la poesía cumple el propósito de una especie de argamasa para construir, progresivamente, un universo utópico a contrapelo de la fea realidad que ofrece la industrialización en la Inglaterra victoriana. Con Arenas, la ironía histórica consiste en que la utopía que construían los hombres de la revolución en Cuba, no impactó las frustradas ensoñaciones del novelista, y más bien le abrió el camino hacia una demolición, mordaz y puntillosa de esa utopía, la cual encontró en la historia las explicaciones y los argumentos para rebatirla. Entre el símbolo y la alegoría, el escritor cubano eligió la última, dispositivo estético a medio camino entre la realidad brutal y la utopía delirante. Arenas comprendió con agudeza y sentido común la enorme fuerza de la euforia generada por la revolución cubana, pero nunca le preocuparon los senderos escogidos por ésta para exhibir sus realizaciones. “Eso es lo más importante, huir, poder sostenerse en vilo mientras pasa el mediodía (así piensa, estoy segura) y todo afuera sucumbe, todo se despoja del poco misterio que lo justifica y perece en la claridad y el calor desgarradores. No mirar (ésas son sus palabras), mientras todo se despuebla y se convierte en una superficie lisa, candente, donde sólo quedan los deseos…Esos gestos, esas manos desvergonzadas, esa manera indolente de andar”.
 
“¿Qué puede hacer un escritor en un sitio donde no pueda disentir?”, dice Reinaldo Arenas en uno de sus ensayos. La censura de la obra de arte, del libro, de la pieza arquitectónica y escultórica, del drama o de la música, del discurso, de la prensa o de los motivos de viaje, es una de las expresiones más aberrantes del despotismo y la tiranía. Enmudecer porque el otro se siente amenazado, es lo peor que le puede suceder a un individuo con ideas y emociones independientes. En principio, podría decirse que Oscar Wilde no experimentó esta clase de censura. Su obra fue sujeto de escrutinio, por parte de la justicia británica, durante el juicio por sodomía y poco después de haber sido puesto a languidecer en una celda de la cárcel de Reading. No sería censurado tampoco por su sexualidad, hasta el momento de su revelación. Lo cual quiere decir que en la Inglaterra victoriana, el simulacro constituía una forma de supervivencia. Y Oscar Wilde era un excelente simulador. Reinaldo Arenas no lo era. Su devastadora honestidad nunca le dejó espacio a la prudencia política. Por esa razón, el riesgo constante de aniquilación física era una presencia inocultable. Bajo la insistente presión del aparato represivo sobre el hombre político, el hombre artístico, el creador Reinaldo Arenas, estuvo a punto de malograrse, para salvar una sensualidad que ha sido intolerable siempre, en todos los momentos revolucionarios de la historia. Todas las revoluciones han combatido la sensualidad, porque ésta es siempre proclive a la sedición. Y nada es más revelador acerca de las limitaciones y posibilidades de una determinada sociedad que la actitud de sus grupos de poder, con relación a la sexualidad y la religión. A este respecto la lucidez de Reinaldo Arenas es atronadora: “Catolicismo ramplón y comunismo (fanatismo y dogmatismo) son términos equivalentes en lo que podría llamarse una particular ética de la hipocresía. No exponen la vida a la realidad, sino a una teoría de la realidad. Ambos se rigen no por la experimentación, sino por la adoración del dogma. La vida no cuenta. Cuenta la obediencia, los preceptos, y naturalmente las jerarquías. Un beato obediente (Cristo cada vez más lejano) tiene que aceptar y apoyar cualquier humillación impuesta a su vida, ya que precisamente su religión no es más que una cadena de limitaciones e imposiciones antinaturales. El comunista militante (Marx casi prohibido) debe de antemano renunciar a toda autenticidad, a toda vitalidad, y obedecer incondicionalmente las orientaciones que “bajan” del partido. Bajar, esa es la palabra. Indiscutiblemente “la Divinidad” (Dios o el dictador vitalicio) está muy alta. La libertad (creación, amor, rebeldía, renovación, vida) es ajena a ambas teorías (y prácticas), o más que ajenas, ambas teorías (y prácticas) son enemigas irreconciliables de la libertad (vida)”.
 
Como la libertad es una vivencia, una condición de vida, para intelectuales y creadores como Arenas, las jerarquías no cuentan y denotan su inutilidad y su transitoriedad cada vez que son burladas por aquellos a quienes quisieran regimentarles la existencia. Ese ataque constante al ejercicio de la autoridad, proveniente del partido o de la iglesia, evidencia un posicionamiento libertario que en Arenas siempre fue más allá del simple gesto burocrático o la pose militar, pues experimentó en carne propia las enseñanzas morales y políticas para el correcto comportamiento revolucionario. Las disquisiciones y refriegas sobre lo correcto y lo incorrecto en el movimiento revolucionario latinoamericano, después del triunfo de la revolución en Cuba, metieron a las personas, y a las organizaciones en contradicciones tan serias que algunas terminaron por destrozarse a sí mismas, como le sucedería al espléndido poeta salvadoreño Roque Dalton.
 
Reinaldo Arenas tenía absoluta claridad que, en casos como los mencionados, la homosexualidad se vuelve una cuestión política, pues el libre ejercicio de la sexualidad remonta los estrechos límites de una lucha por los derechos civiles, y se convierte en una cuestión en la que va implícita la noción que se maneje sobre la libertad y sus posibilidades reales de construirla y de vivirla. Contrariamente, en los juicios contra Oscar Wilde, son los jueces, más bien, quienes revelan una desoladora lucidez sobre las posibilidades políticas de acusarlo y declararlo culpable por sodomía. Lucidez que, también, los burócratas en los inicios de la revolución cubana, desplegaron generosamente para silenciar todo indicio de oposición, y para establecer cuáles serían los patrones culturales y morales con que sería conducida dicha revolución. La agudeza y la templanza que caracterizan la penetración con que Arenas analiza el escenario político e intelectual en Cuba, después del triunfo de la revolución, abren un espacio de reflexión que nada tiene que ver con el anti-castrismo. Acusar al novelista cubano simplemente de posiciones “anti” es reducir su quehacer a la mera frivolidad, cosa que encendía la alegría de algunos funcionarios de partido, más interesados en abrirse espacios a codazos que en defender o promover una determinada noción del desarrollo cultural revolucionario en la isla.
 
Con el gran Rodríguez Monegal, bien podríamos decir que Arenas es uno de esos escritores considerados “fundadores de América”, pues mucha de su labor como intelectual y artista estuvo apuntalada por la lucha en favor de la forja de una conciencia americana. En su caso, desde la defensa a ultranza de la libertad como vivencia en todas sus dimensiones. No es posible imaginar al intelectual latinoamericano promedio, sin su movimiento bascular entre la más irracional entrega a los excesos de las dictaduras, y su feroz combate en beneficio de una noción de libertad que no siempre tiene muy clara. Arenas buscó ubicarse entre estos últimos, pero su denso nihilismo le tornó incómoda incluso su convivencia con los norteamericanos, cuando tuvo que refugiarse en los Estados Unidos. “Ahora en los Estados Unidos no hay intelectuales, decía, sino chupatintas de tercera categoría que sólo piensan en el nivel de su cuenta bancaria. No se puede decir que sean progresistas o reaccionarios, son sencillamente idiotas y por lo mismo instrumentos de las fuerzas más siniestras”. “Aquí (en Nueva York) soy una sombra, allá (en Cuba) por lo menos era un hecho real, aunque doloroso. ¿A quién carajo le va a importar mi dolor cuando lo que interesa aquí es el espectáculo ligero y sin complicaciones? Y sin embargo, es éste, mi amigo, el único lugar del mundo donde se puede sobrevivir; lo digo de corazón, porque lo digo sin ningún tipo de ilusión”. “Los norteamericanos caminan muy rápido y si no circulas te tumban de un empujón. Parece que tuvieran asuntos muy importantes que resolver; realmente trabajan como bestias. Pero todo ese apuro consiste en llegar a su casa, quitarse los zapatos y sentarse a ver la televisión, que es horrible”.
 
En esta misma línea de argumentación, en otra parte, continúa diciendo que los Estados Unidos son los principales responsables de la vocación autoritaria en América Latina, por la negligencia con que han tratado a los regímenes democráticos, legítimamente institucionalizados, y el cínico apoyo que han brindado a dictaduras de factura genocida, como las que han proliferado en América Central y el Caribe. Arenas hace críticas muy severas a la vida cotidiana en los Estados Unidos, a los usos y costumbres del pueblo norteamericano (uno de los pueblos políticamente más torpes de la tierra[38]), no tanto porque su posición sea de naturaleza antiimperialista, sino porque le resulta repulsivo verse involucrado en las visiones maniqueas con que la guerra fría fragmentó el planeta. Buscó refugio en los Estados Unidos, pero nunca se sintió obligado a reconocer o tolerar una vida cotidiana que, desde el primer momento, le resultó muy difícil de soportar. Los diez años que permaneció ahí, fueron años depresivos, grises, con pocas y salteadas alegrías, que definen a un escritor crítico, reflexivo y profundo, muy difícil de convencer sobre las bondades de la gran democracia norteamericana. Junto a ello, el drama del exilio, los traumas del desarraigo y la tremenda soledad, al ver cómo cristaliza su aislamiento, corporizado en la muerte y la persecución de algunos de sus más entrañables amigos, hicieron que su estadía en los Estados Unidos fuera todo menos placentera.
 
La literatura festiva, con la que se rescata el carnaval, y se denuncia el simulacro, a través de la chota, la jarana y el chascarrillo, tan propias de la literatura caribeña, hallaron en Reinaldo Arenas a uno de sus más logrados cultores. En El color del verano el lenguaje erótico, que brota de manera incontenible, alcanza cotas pocas veces visitadas por la literatura latinoamericana, y abrió senderos de expresión continuados apenas por una pequeña elite. Es definitivamente una novela gay, si hay algo que pueda llamarse así, pero es también el texto más consumado y completo sobre lo que consiste en abordar la historia y el desarrollo revolucionario cubano, desde una perspectiva carnavalesca pero a la vez triste y amarga. Mijail Bajtin se hubiera dado cuatro gustos con este maravilloso trabajo.
 
El desarraigo que produce en un escritor como Reinaldo Arenas, no sólo la posibilidad del exilio, sino su realidad viscosa y descarnada introduce en sus novelas y poemas, una sentida ansiedad por el sitio fijo, el lugar donde echar raíces. La geografía del desarraigo adquiere con él expresiones literarias irrepetibles, sólo igualadas, tal vez, en la poesía de Mario Benedetti. “Ahora, cuando ya corría, cuando ya casi no se podía sostener, comprendía (eso también) que cualquier sitio es preferible a no tener sitio, al estar siempre en poder de los otros, al no contar siquiera con un espacio, mínimo y ardiente, donde al menos poder extender su desgracia”. Con frecuencia las nociones geográficas de Arenas están en relación directa con los sueños, esperanzas y aspiraciones fallidas. Es recurrente el ansia de huir pero sin saber adónde, ni por qué ni para qué. La idea de libertad en Arenas tiene mucho que ver con los espacios donde se encuentren los seres humanos, sus personajes.
 
La muerte, el tiempo y la memoria en la creación literaria de Arenas son los tres ápices de una lectura de la historia de América Latina, que no mantiene una relación dinámica con el quehacer de los historiadores en esta parte del mundo. Su percepción de la labor de los historiadores pertenece más al campo de la concepción artesanal de la misma, y no hace justicia a los tremendos esfuerzos de reconstrucción histórica realizada por los investigadores, cultivadores de diversos paradigmas analíticos, que han buscado por años nuevos caminos para comprender mejor a la América Latina. En la visión de Arenas, la historia debería ser el otro nombre de una poética, antes que una práctica de la investigación humanística. “Por eso siempre he desconfiado de lo “histórico”, dice el novelista cubano, de ese dato “minucioso y preciso. Porque, ¿qué cosa es en fin la Historia? ¿Una fila de cartapacios ordenados más o menos cronológicamente? ¿Recoge acaso la Historia el instante crucial en que Fray Servando se encuentra con el agave mexicano o el sentimiento de Heredia al no ver ante el desconsolado horizonte de su alma el palmar amado? Los impulsos, los motivos, las secretas percepciones que instan (hacen) a un hombre no aparecen, no pueden aparecer, recogidos por la Historia, así como aun bajo quirófano no se captará jamás el sentimiento de dolor del hombre adolorido”.
 
Aunque la decisiva distinción entre investigación histórica y la recuperación de la memoria tenga una enorme utilidad para roturar los campos de acción de los historiadores, los biógrafos y los novelistas, este no es el lugar para enmendarle la plana al escritor cubano. En el párrafo anterior, Arenas parece desplegar una concepción sumamente clásica del quehacer del historiador y opta por inclinarse hacia una reconstrucción histórica en la que la imaginación del novelista, no la del historiador, se abra espacio sin reparar en los convencionalismos de la precisión, o la simple verosimilitud. Este abordaje de la historia, se encuentra expuesto, espléndidamente, en las primeras páginas de El mundo alucinante, con toda probabilidad, la novela más latinoamericana de Reinaldo Arenas, pues en ella, ajustado a la más rancia tradición del barroco cubano, el derroche de imaginación verbal convierte a Fray Servando Teresa de Mier, un personaje del siglo XVIII, en el vocero de las ansias de libertad del novelista, así como de sus críticas más ácidas contra toda expresión autoritaria.
 
Por largo tiempo, dice Arenas, había tenido que trotar el fraile para, finalmente, arribar al sitio que lo identifica y refleja: la mínima planta, arrancada y transplantada a una tierra y a un cielo extraños. El ciclo casi mítico del hombre americano, víctima incesante de todos los tiempos, componedor de lo imposible, pasa también por ese breve y fulminante encuentro entre alma y paisaje, entre soledad e imagen perdida, entre el sentimiento desgarrado de inseguridad y ausencia y el de la evocación que irrumpe, cubriendo, imantando, idealizando lo que cuando fue (cuando lo tuvimos) no fue más que un lugar común al que la imposibilidad de volver prestigia. De nuevo el tiempo, la muerte y la memoria hacen su aparición, encuadrados por una determinada noción del espacio geográfico que, para Arenas, debería tener una extraordinaria relevancia. La geografía es la eternidad, diría Cabrera Infante, recogiendo con sensibilidad ese profundo sentimiento del intelectual cubano desarraigado, y que se destila en casi toda la obra de Reinaldo Arenas.
 
Con Oscar Wilde la situación es muy diferente, como veremos en el apartado siguiente.

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De: administrador2 Enviat: 15/07/2018 18:18
Poesía y poder político.
Como Reinaldo Arenas, Oscar Wilde fue también víctima de los desplantes y de las maquinaciones del poder político. Sin embargo, en el programa ético y estético de Wilde, la política, la denuncia, tienen un peso específico menor que en la literatura de Reinaldo Arenas. Ambos murieron en sus cuarentas, y ambos fueron censurados por sus ideas artísticas y sus inclinaciones sexuales. Pero el tratamiento político que Arenas le dio a esas expresiones del autoritarismo, están lejos del esteticismo de Wilde, para quien el mundo sería un lugar más decente donde vivir, si los hombres y las mujeres entendieran la importancia de la belleza en la vida de las personas. Con esto no estamos diciendo que Wilde fuera el colmo de la ingenuidad, todo lo contrario, pues con él, prácticamente, se inicia el movimiento gay a escala mundial. Sin embargo, las acciones y los escritos de Arenas tienen una condición programática que llegó a convertirse en la plataforma de varias alternativas de lucha contra el autoritarismo, y en pro de las libertades civiles, sexuales y políticas, no sólo de las personas en problemas con el poder político, por su sexualidad, sino también para todos aquellos que combaten las distintas manifestaciones del despotismo.
 
La “estética ética” de Wilde constituye un conjunto de principios y postulados que aspira a facilitar la labor del creador y su inserción en el mundo que le tocó en suerte. Puede ser visto como una guía para tener una vida más placentera, llena de arte, placer y satisfacciones. Carece de sistema, porque Wilde consideraba que todos los sistemas conducían, tarde o temprano, hacia el mismo lugar: la frustración y la amargura. Y este mundo ya tenía suficiente fealdad, como para ajustarse a sistemas que sólo aspiraban a programarles la vida a las personas, con la consiguiente cuota de soledad y desconcierto. Es por estas razones que no encontramos en la obra de Wilde algo similar a lo que Walter Pater o John Ruskin pretendían, dos de sus antecesores más sublimes, es decir pontificarle a la sociedad victoriana, la clase de moral que debía elegir para vivir mejor.
 
La poética de Wilde deja sin posibilidades estéticas al discurso libelista, a la diatriba política en la que fue tan habilidoso el novelista cubano Reinaldo Arenas. Una rara habilidad que tal vez no deba ser atribuida únicamente a la sensación de marginalidad, experimentada por los creadores de la llamada “generación del Mariel”, sino, más que nada, al talento carnavalesco que despliega Arenas en sus obras, a su capacidad para la parodia, la autocrítica y, a veces, hasta para la autoflagelación. De aquí que los recursos estilísticos de corte dadaísta- las aliteraciones, el tratamiento hiperbólico y la fineza con que mete el estilete cuando hace burla de algunas figuras públicas latinoamericanas, demasiado sumisas, para su gusto, a los gestos faraónicos de algunos dirigentes de la revolución cubana-, cumplan el propósito de abrir senderos hacia el hallazgo ontológico de la otredad del que ha sido dejado al margen de la revolución.
 
Oscar Wilde no hizo observaciones precisas acerca de la posibilidad de construir un orden social, o un sistema económico mejor que aquel en el que estaba viviendo. En realidad, nunca se dirigió de frente a los economistas, como lo haría John Ruskin, en una serie de cuatro ensayos críticos de la sociedad victoriana, jamás superados hasta hoy. Como las teorías del arte de Nietzche, Novalis, Schiller y Baudelaire, la de Wilde también tuvo consecuencias políticas imprevistas en el quehacer de la posteridad, pero, a este respecto, el poeta irlandés siempre tuvo cuidado de ser muy asistemático, pues evadió con sutileza las propuestas programáticas, esquemáticas o catequísticas. En su conocido ensayo El alma del hombre en el socialismo, defendió las posibilidades reales de la individualidad artística genial en un mundo socialista, pero reflexionó también, de manera excepcionalmente premonitoria, la poca atención que se daría al arte en sí mismo, pues éste terminaría estando al servicio de un sistema político, con lo cual degeneraría en pura propaganda.
 
Tanto Wilde como Arenas tenían una concepción del poder político que lo limitaba a ser una simple maquinaria opresiva, para la cual las expresiones de la individualidad deberían ser arrinconadas en virtud de los privilegios de la multitud. Este sofocante tratamiento de la actividad política, hacía que el arte, en sus distintas variantes, no pudiera ir más allá del perímetro establecido por una determinada autoridad, casi siempre anónima y descolorida, con la cual los artistas debían lidiar, apostando su libertad en cuanto a métodos de trabajo, teorías estéticas, técnicas y recursos para desarrollarse en toda su plenitud como personas. En estas circunstancias, dice Wilde, todas las expresiones del arte son inmorales, porque no atienden a las necesidades decorativas del poder político en materia artística. Es el momento en que un puñado de artistas, críticos e intelectuales se apura a convertirse en corifeos de la autoridad de turno. Para Wilde, de nuevo, en este lance, la crítica se vuelve irrelevante. Porque, para él, el crítico requiere un universo donde la contemplación tenga sentido. Es decir, según Oscar Wilde, la verdadera crítica es contemplativa. Y esta clase de puntos de vista, le resultan intolerables al poder despótico, para el cual el hombre de acción, el hombre práctico, es el eje del proceso revolucionario que está tratando de construir.
 
Las posiciones críticas de Arenas, por su lado, parten, también, de un tratamiento contemplativo acerca de lo que está sucediendo en Cuba, al momento en que él la abandona. Pero Arenas discute, vocifera y se enardece, porque en el nuevo orden de cosas que se está levantando en la isla, él no tiene, o tendrá, ninguna participación. Cosa muy distinta a la crítica contemplativa por la que aboga Oscar Wilde, para la cual, el ejercicio de la libertad artística, no conoce de fronteras, o de limitaciones de orden discursivo o espacial, porque la misma es el resultado de un proceso interno, y no de los moldes externos a los cuales logre adaptarse el artista para sobrevivir. Por eso, concluye Wilde, “la estética es superior a la ética. Pertenece a una esfera más espiritual. Discernir la belleza de una cosa es el punto más sutil a que puede llegarse. Hasta un sentido del color es más importante, en el desarrollo del individuo, que un sentido del bien y del mal”.
 
No cabe la menor duda, por otro lado, que la “crítica cosmopolita” de Wilde está desprovista de la beligerancia política de las acciones emprendidas por Arenas, para defender su derecho a practicar el arte que se le antojaba, así como a tener una vida personal en la que nadie se inmiscuyera. A partir de aquí, el puente estético que se pueda tender entre ambos, a pesar de las sustanciales diferencias de época y espacio que podamos establecer, está construido con una sensibilidad similar, sobre el ejercicio de la libertad en medios en los cuales la fatigosa lucha contra los opresores abiertos y solapados produce los mismos frutos para la humanidad como un todo. Por esta razón, entre muchas otras, no sorprende la coincidencia de tono y melodía cuando los postulados autoritarios son formulados desde trincheras distintas. “Dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada”, se decía en los momentos iniciales de la revolución cubana. Asimismo, se podría decir con la Corona británica- parafraseando el veredicto final, durante el juicio contra Oscar Wilde-: dentro de la moral burguesa todo es posible, fuera de ella nada. Que la era victoriana fue un conglomerado de prácticas autoritarias, imperiales y abusivas es una afirmación que a muy pocos sorprendería. En la cuna del capitalismo feroz, las diferencias sociales son abismales, y aún bien entrado el siglo XX, como constata Emma Goldman en su autobiografía, muchos de los supuestos logros de la revolución industrial siguen siendo para unos pocos, quienes se encuentran rodeados, atosigados, por una pobreza asfixiante.

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De: administrador2 Enviat: 15/07/2018 18:19
La maquinaria burocrática creada por el Imperio Británico, durante esos años, fue realmente insuperable, y significó, para los Estados Unidos, entre otros países, un laboratorio de aprendizaje irrepetible. Como ha quedado ampliamente registrado en la historia moderna, los imperios funcionan a partir de aparatos estatales ampliados, mejorados y profundizados. Llega un momento en que se les vuelve imposible funcionar sin estructuras ideológicas debidamente articuladas. En la historia inglesa dos de esos grandes momentos de expansión imperial son, precisamente, el reinado de Isabel I, en el siglo XVI, y el reinado de Victoria, a finales del siglo XIX[. La sofisticación ideológica del imperio británico, podría haber sido superada, solamente en algunos tramos, por el imperio francés. Ese magma ideológico penetra hasta los más recónditos escondrijos de las convicciones morales de las personas en su vida cotidiana. De tal manera que, hablando imperialmente, la reina Victoria operaba con el principio aristotélico de que, el imperio británico, era algo así como el “primer motor inmóvil” de la historia moderna. Todo partía de él y confluía en él.
 
Ahora bien, por definición, todo estado imperial es un estado autoritario. Burocratizado y jerarquizado hasta las médulas; el estado imperial busca organizar el funcionamiento y operatividad de las instituciones imperiales allende los mares, hasta donde el estirón de los tentáculos de la Corona ya no dé más. Ello incluye las consciencias de las personas. Entre esa supuesta democracia parlamentaria burguesa, y el socialismo autoritario, ¿habrá alguna diferencia? Con la excepción de las proporciones, las aspiraciones son las mismas: hacerle a las personas la vida un infierno. A no ser que nos pleguemos al autoritarismo, como una salida válida hacia la supervivencia. Oscar Wilde vivió personalmente, la aplicación de lo que se consideraba “moral correcta” en su época. Reinaldo Arenas también compartió ese honor, cuando le apretaron las clavijas de la “moral revolucionaria”. Oscar Wilde tomó consciencia de que sus actos tendrían consecuencias políticas muy severas hasta el final de su juicio. Reinaldo Arenas tomó consciencia de lo mismo, pero desde el principio, cuando la supuesta moral revolucionaria lo dejó por fuera de todos sus posibles beneficios, y lo convirtió en un paria exiliado. Oscar Wilde, al menos, degustó algunas de las mieles repartidas por la moral imperial. Peor aún, primero fue ensalzado, luego escarnecido. Pero Reinaldo Arenas, como él mismo dice: solo recibió una patada en el trasero.
 
No importa el tamaño de la maquinaria estatal, sea ésta gigantesca, o liliputiense, la vocación del Estado siempre será controlar, manipular, distorsionar y aniquilar lo más noble de la vida de las personas. Indistintamente del volumen burocrático que posea, así como de la flexibilidad o inflexibilidad que muestre, el Estado tiene como destino ineludible impedir que las personas sean personas. Y es su aspiración mayor, sin importar el signo ideológico que porte, bloquear el despliegue libre y creativo de la libertad y la independencia de los seres humanos. Lo más triste de todo esto es que haya individuos que se presten a servirle, y que entreguen sus vidas, fortunas, familias y vocación para saciar la voracidad de un ogro-como diría Octavio Paz-que no siempre tiene algo de filantrópico.
 
Gracias a Dios existe la disidencia. Oscar Wilde y Reinaldo Arenas fueron dos ilustres disidentes, y mientras existan esta clase de personas todavía es posible la decencia en el mundo. El primero comprendió con justeza el funcionamiento del universo burgués victoriano. A esa fortaleza inexpugnable trató de desafiarla y le costó la vida. El segundo, como el burro pegado a la noria, insistió también en demoler la tapia que lo separaba de las personas de bien, es decir, de los ajustados, de los bienquistados al régimen revolucionario, e igualmente le costó la vida. Porque no hay nadie más implacable que el funcionario bien entrenado, ciegamente convencido de que solo cumple con su deber. Esta casta de personas se rige por un código infalible, la obediencia contumaz al monarca, al presidente o al autócrata de turno. ¡Y han estado con nosotros desde el nacimiento de las civilizaciones!
 
Nadie podía expresarlo mejor que Octavio Paz: La historia de la literatura moderna, desde los románticos alemanes e ingleses hasta nuestros días, es la historia de una larga pasión desdichada por la política. De Coleridge a Mayakovski, la Revolución ha sido la gran Diosa (sic), la Amada (sic) eterna y la gran Puta (sic) de poetas y novelistas. La política llenó de humo el cerebro de Malraux, envenenó los insomnios de César Vallejo, mató a García Lorca, abandonó al viejo Machado en un pueblo de los Pirineos, encerró a Pound en un manicomio, deshonró a Neruda y Aragón, ha puesto en ridículo a Sartre, le ha dado demasiado tarde la razón a Breton (sic)…Pero no podemos renegar de la política; sería peor que escupir contra el cielo: escupir contra nosotros mismos.
 
Como en la célebre película alemana Mephisto, basada en la novela de Klaus Mann, el poder es algo más que un baile de máscaras, y el costo que debe pagar el artista en sus relaciones con las esferas de la autoridad, se desembolsa en cuotas de humillación, maltrato y arrinconamiento. Le cuesta mucho, al artista, disociar su imagen de lo que hace, con lo cual los afeites, las vestiduras y los gestos se vuelven algo de suma relevancia. En Oscar Wilde y Reinaldo Arenas, el precio de la pose adquirió tonos insalvables, cuando ya se había vuelto imprescindible la locuacidad. El silencio del artista es una traición, así lo piensa, cuando las condiciones sociales y políticas no perdonan su mutismo, si la historia le demanda un precio exorbitante a los hombres y mujeres para quienes la política, el ejercicio del poder y la autoridad se reducen a lo que puedan desayunar el día siguiente. Sin embargo, no es privilegio de los artistas tener esa lucidez, la cual demandaría un nivel de entendimiento de su ubicación en el universo, difícil de conquistar sin el abandono de su torre de marfil. Cuando lo han hecho, casi siempre han fracasado. Si la poesía puede cambiar el mundo, es un asunto que le pertenece a la sección siguiente.
 
Poesía y existencia
La historia registra cientos de casos en que la vida y la existencia, condicionan el quehacer artístico de poetas, pintores, músicos y humanistas en general. No es la neurosis el entramado crítico requerido para que el poeta catapulte su consciencia artística. La bohemia, el malditismo puro, no hacen poesía; si acaso la motivan. Pero quien nunca ha disfrutado la dulzura de un beso, ¿cómo puede escribir un soneto sobre las reverberaciones que deja en el aliento? ¿Quién, con conocimiento de causa consciente, puede escribir sobre los espasmos de un orgasmo si jamás los ha vivido? A fin de cuentas, tampoco se puede escribir sobre la existencia si ésta ha sido plana, desabrida y anodina. Como la poesía, son pocos los géneros literarios que mantienen una relación tan estrecha con lo vivido. No son el navajazo en la mejilla, el pistoletazo en la cantina, o la fuga por el balcón, los requerimientos a partir de los cuales, la poesía adquiere sentido. Pero sin ellos, la poesía también corre el riesgo de revestir la textura acartonada del pergamino, la variedad acrisolada de la sola imaginación, y el hieratismo monocromático de la forma pura.
 
Poetas como Oscar Wilde, Reinaldo Arenas, Rubén Darío, Pablo Neruda, Octavio Paz, Arthur Rimbaud, Luis Cernuda o Jaime Gil de Biedma, son poetas todos de la estructura y la forma exquisitas, pero también lo fueron de la vivencia nutricia, la chispeante paradoja y la sonora metáfora, las cuales, solo las brinda la vida, y no únicamente el talento por sí solo. Para ello fue necesario vivir, intensamente, asumiendo todas las consecuencias de los triunfos y fracasos que va ofreciendo la vida, en un encabalgamiento sin soluciones de continuidad y sin trucos. El simulacro, en el proyecto existencial de estos poetas, no reemplaza la propia piel, y sólo tiene sentido cuando se trata de desafiar el poder, en el momento cuando la ironía tiene que hacerle espacio a la supervivencia. Porque al poder hay que tomarlo muy en serio, tal y como lo probó ampliamente la burocracia judicial en el caso de Oscar Wilde. La ironía para él, los juegos de palabras, las mil imágenes reflejadas en el espejo, no tienen la punzante penetración de una vindicta redactada por Reinaldo Arenas. Oscar Wilde es irónico, pero sin deshacerse nunca del guante blanco. Arenas también lo es, pero con un guante de acero. Alguien diría, se trata de estilos irónicos producidos por épocas y situaciones muy distintas. Eso es cierto, pero también lo es que la ironía estilística de Wilde no es tributaria de causa política alguna, aunque su ingenuidad le cobrará más tarde este desconocimiento. Arenas, por su parte, tiene la descarnada consciencia de que la ironía hace trizas personalidades políticas, sin piedad.
 
En el mundo gris y cenagoso del Londres victoriano, la ironía es el gesto compungido del que dice o insinúa lo que no piensa. En el brillante y soleado universo caribeño se piensa lo que se dice a medias. Mientras tanto, entre verdades y decires a contra luz, el poder se fortalece y le anuncia a los artistas y a los intelectuales-a los técnicos no los toma en serio, porque piensan poco según dicen-, que en el mundo y la sociedad del futuro, la cultura de la simulación será la nota predominante. Infelizmente ni Wilde ni Arenas eran simuladores consumados. Ambos “ejercían” la libertad, como dice Octavio Paz[56], no se preocupaban por definirla. Y en este ejercitarse por ser libres, el rey no puede ocultar su desnudez, haciendo brotar la evidencia de su impotente transitoriedad. El ejercicio del poder es fugaz y todo cambio social, político y cultural acuerpado por la violencia o por la fuerza no tiene ningún futuro real. Su asidero reside en el miedo, un miedo a veces provocado por la incertidumbre, en otros momentos por la pérdida del halago y en otros por el retiro de los recursos para sobrevivir, con que viven apañándoselas la mayor parte de los artistas.
 
Son escasas las oportunidades en que vemos a Wilde, con serios problemas financieros, para sostener, no tanto sus caprichos a la mode, como por atender los requerimientos y los apremios de lujo y derroche interpuestos por su compañero, Lord Alfred Douglas (Bosie), quien carecía del más mínimo sentido de las proporciones y las medidas en los gastos. En este caso, el dandysmo de Wilde, no se agota en la exquisitez de las palabras, y se amplía, más bien, con su actitud general ante la vida. El suyo es un dandysmo que tiene que ver con el buen vestir, la buena comida, los vinos fantásticos, la música suprema y el teatro ligero que aliviane la cotidianidad. Bien lo decía también el gran poeta español Luis Cernuda: Mas recuerdo ahora que cierto amigo pretendió una vez convencer a quien esto escribe, y casi le convenció, de que él se acicalaba y adornaba no para atraer sino para alejar a la gente de su lado. Había notado, o creído notar, que si bien la mujer elegante atrae, el hombre elegante repele. Según dicha teoría el dandismo no sería sino una forma entre otras de aspirar a la soledad ascética del yermo, lo cual puede ser cierto. Al menos los más escépticos deberán reconocer que de todas las formas que ha revestido esa vieja aspiración humana de la soledad, esta del dandismo aparece así como la más refinada de todas.
 
La soledad del dandy, en declarada rebeldía contra todo lo que le parezca vacuo, superficial, feo y aburrido, era el utillaje extraído de una lucha, cuerpo a cuerpo, contra los convencionalismos de un realismo cerril y cuadrado, aquel que desplegaba como uno de sus mayores logros, no sólo el imperio británico, ahíto de efectividad y riqueza, sino también el pujante industrialismo norteamericano. El crudo comercialismo de los Estados Unidos, su espíritu materializador (sic), su indiferencia ante el aspecto poético de las cosas y su falta de imaginación y de elevados ideales inalcanzables se deben totalmente a la circunstancia de que ese país adoptó como héroe nacional a un hombre que, según propia confesión, era incapaz de decir una mentira[59]. Porque uno de los ingredientes esenciales en la teoría del arte que promociona Wilde por aquellos años, y la cual se nutre, inevitablemente, de su pose de dandy, es el embuste, la simulación, la mascarada. En su reconocido ensayo La decadencia de la mentira, Wilde teoriza-adelantándose a textos con similares aspiraciones de Mario Vargas Llosa, Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges y Sergio Ramírez-sobre la verdadera potencia de la mentira en la creación literaria. Los únicos seres reales son los seres que nunca existieron, y si un novelista es lo bastante ruin para ir a la vida en busca de personajes, debe simular al menos que se trata de creaciones y no jactarse de que constituyen copias. La justificación de un personaje en una novela no es que otras personas son como son, sino que el autor es como es. De no ser así, la novela no es una obra de arte.
 
La fuerza de la imaginación en el artista, en el creador, es la única que provee la energía suficiente para combatir el miedo, la indiferencia y la incertidumbre que alimentan la existencia del poder. Oscar Wilde sabía de eso. Reinaldo Arenas también. Sin la imaginación, sin la capacidad de retorcer y moldear la realidad a su antojo, el poeta debe darse por satisfecho con una vida insulsa, mortecina, sin las emociones y las ilusiones que el trabajo creativo diario hace posible. Es la carestía de imaginación la que Wilde le reclama a su amigo Lord Alfred Douglas en De Profundis, la larga carta que le escribiera desde su celda en la cárcel de Reading. Esta epístola, con toda probabilidad, uno de los mayores logros líricos de la literatura inglesa del siglo XIX, es en realidad un programa estético, y un sostenido discurso ético, sobre las responsabilidades que le competen al artista en el siglo que se avecinaba. Sus profundas reflexiones, sus divagaciones históricas, y sus abrumadoras referencias eruditas acerca de las relaciones entre poesía y existencia, o entre arte y vida, como bien le gustaba decir a Wilde, sorprenden por el momento y las circunstancias en que fueron redactadas. Torturado diariamente por las largas jornadas de trabajo en la prisión, Wilde tiene todavía el alcance emocional y la concentración, para sentarse a escribir sobre la cultura griega, sobre el renacimiento, el industrialismo y la moral en cuestiones artísticas. Pasan también, por esta carta, en cada una de sus páginas, transidas de dolor, frustración, amargura y resentimiento, los pensamientos e ideas que anuncian la nueva sensibilidad, aquella que prepara la llegada de la modernidad.
 
Bosie Douglas es sólo un interlocutor opaco, al cual Wilde utiliza como aparente receptor de un conjunto de teorías, proclamas y propuestas estéticas que irían a marcar la evolución artística de casi todo el siglo XX. Pero al mismo tiempo, Wilde prepara también el sendero por el cual transitarían la nueva crítica de arte, las tensas relaciones entre ética y política, así como la fuerza del individualismo en la creación artística e intelectual del siglo. Partiendo del consabido poder evocativo del Cristianismo, como referente prefabricado en lo que compete a la enseñanza de la moral, como diría Benjamin, Wilde logra articular una propuesta sobre el individualismo, en la que tiene un peso muy específico la responsabilidad del artista en la sociedad contemporánea. Entre las grandes individualidades que menciona en su epístola, Wilde menciona al pensador anarquista ruso Peter Kropotkin, como ejemplo de una vida dedicada a la creación, no tanto artística o intelectual, como vivencial.
 
Para Wilde, lo que él llama la gran desgracia de las sociedades modernas, la frivolidad, la ligereza, tiene poco que ver con las potencias individuales de quien asumió su labor, su oficio, como una forma de transformar el mundo, transformando su vida personal. Si alguien escogió una vida de apariencias, de gestos y mascarada, dice Wilde, tiene todo el derecho de llevar esa opción hasta sus últimas consecuencias, pero que no pretenda convertirla en un programa para ser asumido por todos, sin discriminaciones de ninguna especie. Este es, en realidad, el verdadero dandysmo de Wilde, del que nos habla el poeta español Villena, en el artículo mencionado. Porque cualquiera podría pensar que dandy es sinónimo de superficialidad, de “ligereza” diría Wilde. Ese bien puede ser el significado externo de la palabra, pero en poetas como Wilde, Cernuda y otros-recordemos a la generación del 27 en España-, su sentido interno deviene en una cuestión estrictamente personal. Un verdadero dandy, nos dice Villena, defiende su derecho a la rebeldía, a través de un esfuerzo sostenido por ser él mismo, en todo momento y circunstancia.
 
Y para desplegar esta autenticidad radical, sin importar el medio social, político y cultural en el que se encuentre la persona, se requiere un coraje que no todo el mundo tiene. Se trata de un coraje que supone riesgos, en los que, incluso, va involucrada la vida, como bien lo prueban las experiencias de Oscar Wilde y Reinaldo Arenas. Porque uno de los riesgos más siniestros de esta clase de rebeldía-también, dicho sea de paso, muy ligada con el romanticismo y el surrealismo-, es la muerte artística. La burguesía victoriana, con plena consciencia, intentó destruir a Wilde, estrangulando aquellos aspectos de su personalidad que más incitaban a la revuelta; sobre todo de las personas jóvenes, como su afán por la libertad, la independencia y la búsqueda incesante del sí mismo, a través del arte y del pensamiento. Wilde, posiblemente, no envió el mensaje correcto, pero en el intento reside la gloria. Bastaba que tales intentos de autenticidad llegaran a los corazones de la gente joven, para que la burguesía imperial británica se dejara invadir por el pánico.
 
Con Reinaldo Arenas, dicha búsqueda de la autenticidad tenía como entramado más positivo, no tanto la sensualidad-un aspecto en el que algunos autores, posiblemente, se han detenido con exceso-, sino también la lucidez a la que invitaba la certeza de que la literatura, el arte en general, son inútiles. Cuando Wilde decía esto, lo entendía como una forma de blandir sus más ácidas críticas, contra un dominio burgués, para el cual la productividad era lo más importante en la vida. La inutilidad del arte le resultaba a esa misma burguesía, áspera, avara y calculadora, no sólo un insulto, sino, particularmente, una amenaza. Los artistas, los intelectuales y los pensadores eran tolerables hasta el punto en que no atentaran contra su forma de vida, encuadrada por la disciplina, el orden y el ahorro. Y como el arte era una carga que no representaba ningún beneficio, era criterio de los ideólogos del imperio, que al menos debería estar al servicio de las aspiraciones de una burguesía que pagaba sus desafueros, aunque no los compartía ni por asomo.
 
La leyenda del “poeta maldito”, del artista aterido hasta los huesos, escondido en una buhardilla maloliente, muerto de hambre y desamparado, solo tiene sentido si partimos del principio de que su rebeldía no se sustenta en los signos exteriores de una pasión inocua, sino en las potencias interiores que lo capacitan para enfrentar las deprimentes tendencias hacia la homogeneidad y el desabrido gusto burgués por lo meramente decorativo. Por eso sus buenos ideólogos nunca lograron que la burguesía entendiera cabalmente al surrealismo. Algo similar le aconteció con el romanticismo, al cual siempre quiso tener de su lado. Pero resultó que los románticos no estaban hechos para plegarse a un conjunto de postulados, especialmente, diseñados para ejercer el poder, la intolerancia, la censura y el sometimiento. El hombre y la mujer románticos eran en esencia rebeldes; tal vez no revolucionarios, pero sí eran portadores y defensores de un programa individualista en el que no cabían el presentismo y el sentido de la inmediatez, tan propios de la burguesía adinerada, y ahíta de éxitos financieros. En estos casos, el artista evoca un raro e incómodo parecido con las mascotas.
 
Reinaldo Arenas combatió con fiereza y dedicación ese horrible sentimiento. Sentirse como un bicho raro, sin conexiones reales con los sabios que ejercen el poder, para quienes el artista y el intelectual deberían estar agradecidos por permitirles conservar la vida, fue siempre motivo de las más furibundas diatribas de Arenas contra el supuesto ejercicio del poder revolucionario, que no miraba hacia delante, y renegando de lo mejor del pasado, pretendía construir un presente en el que los desplantes de autoritarismo eran el tono con que se levantaba el nuevo proyecto de sociedad. Obsesionadas con el presente, las revoluciones saquean y merodean el pasado, en busca de un espejismo, difícil de descifrar en el futuro. Sustituyen este futuro con las nociones utópicas de una sociedad más productiva, poderosa y mejor organizada. En tal sentido, Wilde era más proclive a las ensoñaciones de lo que sería Arenas, porque sus delirios utópicos se inclinaban más hacia una sociedad donde predominara la belleza, antes que la producción o la eficiencia. El alma del hombre en el socialismo es en realidad todo un programa sobre cómo debería funcionar una sociedad, cuyas mayores aspiraciones serían la belleza, la sensibilidad y unas relaciones humanas en las que la tirantez provocada por los espasmos del poder, le ceden su lugar a la ética, antes que a la justicia. Con más frecuencia de la debida, este extraordinario ensayo ha sido considerado por algunos críticos, como el punto de despegue de una nueva plataforma de inspiración anarquista. Sin embargo, el texto nos parece más bien una brillante puesta a punto de las relaciones entre ética y estética, en una organización social donde la libertad tenga las dimensiones antropológicas que siempre le han sido negadas, tanto por parte del socialismo autoritario como del capitalismo feroz. A Wilde, entonces, no se le ocurre otra forma de llamar a esa utopía que con el nombre de socialismo.
 
Arenas estuvo exiliado. Wilde estuvo preso. Pocos analistas han reflexionado sobre las implicaciones morales y las consecuencias estéticas de tan excepcionales condiciones, en ambos autores. El exilio del escritor cubano sigue imprecándonos en lo que respecta a las posibilidades reales del socialismo; a pesar de que las motivaciones iniciales para atentar contra las libertades individuales en la isla, al momento de la eclosión revolucionaria, hayan evolucionado. Arenas fue muy claro y lúcido al respecto. El exilio en los Estados Unidos, para un intelectual de su talla y de su contextura estética e intelectual, era problemático. Porque tal exilio le resultó siempre opresivo y limitador. Volvemos con Wilde: en la sociedad de la eficiencia y la productividad, el arte es completamente inútil. Y el artista deviene en lo mismo: en un lujo caro pero ineludible. Al poeta irlandés se lo humilló y se lo redujo a la mínima expresión, casi en las mismas condiciones que a Reinaldo Arenas. Tal vez, podría argumentarse, que la prisión de Wilde fue más física que la de Arenas, pero el aprisionamiento de éste, a pesar de su distinta naturaleza, generó los mismos resultados y lecciones.
 
Durante dos años, Oscar Wilde, estuvo exiliado, aislado, materialmente hablando, de la sociedad de su tiempo. Durante unos pocos años más, Reinaldo Arenas, también sufrió el mismo aislamiento, haciendo válida la triste paradoja burguesa del ejercicio de la libertad en una sociedad que, exclusivamente, se limitó a tolerarlo. Según él, mientras que la burguesía se limitaba a patearle el trasero, por gritar contra su sombría indiferencia de lo que estaba aconteciendo en Cuba, el socialismo en la isla también le hubiera pateado el trasero, pero en esta ocasión hubiera tenido que aplaudir. En ambos escenarios, se exigía del artista un silencio, no necesariamente cómplice de los abusos del poder, pero que, conforme pasaron los años, en el caso de Arenas, terminó pareciéndose mucho al nihilismo. Una forma de romanticismo radical, el nihilismo dejó al poeta cubano, al final de sus días, prácticamente solo. El romanticismo de Wilde, por su parte, tiene mucho de la ética sacrificial del cristianismo. Aspirar a la redención del otro, por medio de la autoinmolación, dejó, igualmente, a Wilde, en total soledad, durante los dos años, en los que, según algunos críticos, pudo haber escrito dos de las obras capitales de la literatura inglesa del siglo XIX y principios del XX. El empaque moral de Arenas no se prestaba para esa clase de ritual auto-sacrificial, pero hizo factibles las enseñanzas de una crítica contra la revolución cubana, que tiene vigor no por sus libelos anti-castristas, sino por la penetración estructural y el desamparo en que dejó a la política cultural de dicha revolución. Las críticas de Arenas a las instituciones y procedimientos culturales en la isla jamás fueron epidérmicas, como han querido retratarlas las reconvenciones de los supuestos revolucionarios de barba cochambrosa y uniforme verde olivo.
 
Con poetas como Wilde, Arenas o Cernuda (según lo ha hecho ver, magistralmente, Luis Antonio de Villena en su libro ya citado), el exilio adquiere otras connotaciones, aparte de las políticas o ideológicas, cuando se les suma la cuestión de la homosexualidad de estos escritores. La disidencia del poeta homosexual, algo que no se puede “embellecer” –a pesar de los intentos de algunos críticos y lectores, cuando se ha tratado de los casos de Wilde o García Lorca-, porque siempre fueron creadores en los bordes de la sublevación, es una disidencia que va más allá de la simple rebeldía, pero que reniega, al mismo tiempo, de las trampas ideológicas, del juego revolucionario, para el cual solo cuenta el resultado. “Normalizar” a Wilde o a Reinaldo Arenas, para que nos sean más deglutibles, puede devenir en algo así como arrebatarles violentamente su identidad. Algunos críticos, incluso, intentaron convertir al poeta cubano en un epígono de la revolución, retorciéndole el brazo a la teoría, para que Arenas pudiera ser presentado como un ejemplo decente de tolerancia revolucionaria.
 
Aparte de su belleza, la metáfora utilizada por Villena, cuando se refiere a la disidencia y al exilio de Luis Cernuda, es increíblemente valiosa por su potencia para explicar mucho de la conducta social y emocional de otros poetas como Wilde y Reinaldo Arenas. En su correspondencia, Wilde siempre reflejó un trato discreto, distante y un poco frío, no sólo con Bossie, sino también con varios de sus otros amigos, como Robbie Ross, su madre y sus representantes teatrales. Incluso en una carta tan celebrada mundialmente como De Profundis el estilo reposado, y a veces hasta muy académico-lo cual sorprende por haber sido concebida tras las rejas de una prisión-, le imprime ese sello de emociones contenidas, tan propio de la actitud racional y calculada de Wilde. Con Arenas, la situación es distinta. Más explosivo, barroco y locuaz, su estilo no deja espacio para las dudas: se está con el poder, o en su contra. La homosexualidad en tanto que forma de rebeldía, de disidencia, de exilio y huída interior no tuvo en Arenas las mismas dimensiones que tuvo en Oscar Wilde, o en el mismo Luis Cernuda. Formar parte del ejército de recusados, según dice Villena, citando a Cocteau, puede llegar a constituir una condición insuperable, la cual convertiría al aislamiento y a la sensación de anormalidad en atributos del hombre rebelde, quien sin la libertad más total y comprensiva no puede funcionar.
 
Las lecciones que hombres de letras del calibre de Oscar Wilde y Reinaldo Arenas nos siguen dando a la distancia, tienen el poder de evocar que, las situaciones históricas y los escenarios políticos en los que les tocó vivir, no tenían ningún respeto por las emociones, la independencia y la vulnerabilidad que los caracterizaba a ellos, como poetas, como artistas y como luchadores. Wilde y Arenas nos mostraron cómo la cotidianidad en manos de la poesía, se convierte en un grillete insufrible, pues los tiranos y toda clase de dictadores buscan, furibundamente, ese tesoro inapreciable, que es controlar la vida cotidiana de los seres humanos. Es curioso, pero existe una relación dialéctica entre la poesía y la tiranía de la vida cotidiana, la cual, llegado el momento en que el ejercicio total de la libertad desparezca, convierte al poeta en un cacharro descartable. El pequeño burgués, el tendero, el mercachifle para quien el mundo está comprendido entre las cuatro paredes de su tienda, lo sabe muy bien: la poesía y el arte en general no sirven para nada. El tirano, por su parte, maliciosamente, conoce de la enorme utilidad de la poesía, para sostener y reproducir su despotismo. Estas condiciones históricas e ideológicas no han cambiado.


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