Bush, Trump y Putin
El mandatario estadounidense estaba asombrado. Era cómo el gobernante ruso había tratado de influir en él. Lo dicho y la forma, eso le seguía causando asombro. “No está bien informado”, se quejó. “Es como discutir con un alumno de octavo grado con sus datos equivocados”.
George W. Bush era el presidente y recordaba ante sus invitados una reunión con Vladimir Putin. Se veía preocupado.
Aunque cuando uno lee los detalles de los encuentros entre Bush y Putin se preocupa más, porque hoy quien ocupa la Casa Blanca es Donald Trump.
Fue en el verano de 2006. Habían transcurrido cinco años desde que Bush pronunciara unas palabras que luego ha lamentado siempre. Aquello de que le había mirado a los ojos a Putin y encontrado que era un hombre “de fiar”: de declaración ilusa y hasta estúpida, se había convertido en un error a reconocer una y otra vez. Ahora, en Camp David, durante una visita del primer ministro de Dinamarca, Bush narraba a sus invitados una historia de creciente exasperación y distanciamiento en las relaciones bilaterales entre Moscú y Washington.
La referencia a Putin no era gratuita. Estaba a punto de realizarse la cumbre anual de las naciones del G-8 y por primera vez Rusia era el país anfitrión del evento. Bush temía que la sesión estuviera dominada por preguntas sobre un gobierno autocrático sirviendo de sede para una reunión de naciones democráticas.
“Creo que Putin ya no es un demócrata”, le dijo Bush semanas después al primer ministro de Eslovenia. “Es un zar. Creo que lo hemos perdido”.
El presidente Bush buscó un primer encuentro con Putin en 2001, porque entonces consideraba que la amenaza mayor para EEUU provenía de China y era mejor tener a Moscú de su parte.
Al principio atribuyó las demandas y la paranoia de Putin a quienes lo rodeaban, exonerando al presidente ruso.
Por ejemplo, en una conversación privada con Bush, Putin afirmó que Rusia había disminuido las importaciones de muslos de pollo estadounidense porque, de forma deliberada, les enviaban pedazos de menor calidad.
“Sé que tienen plantas procesadoras separadas, de pollos para América y de pollos para Rusia”, dijo Putin a Bush.
Bush estaba asombrado. “Vladimir, estás equivocado”.
“Mi gente me ha dicho que eso es cierto”, insistió Putin.
Sin embargo, las diferencias entre ambos fueron en aumento. Por ejemplo, en una reunión Putin defendió su control sobre la prensa en Rusia.
“No me vengan a dar lecciones sobre la libertad de prensa”, dijo, “no después de que despidieron a ese periodista”.
“Vladimir, ¿estás hablando de Dan Rather?”, preguntó Bush.
“Sí”, respondió Putin.
Bush le explicó a Putin que él personalmente no tenía nada que ver con que Rather perdiera su trabajo. “Te sugiero encarecidamente que no digas eso en público”, agregó. “Los estadounidenses pensarán que no entiendes nuestro sistema”.
Cuando hoy 16 de julio Trump y Putin se reúnan en Helsinki, Finlandia, el autócrata ruso seguirá tan ignorante de la democracia americana, pero tendrá a su lado alguien con quien compartir afinidades, opiniones y errores.
Trump ha hecho el milagro de dejar a los peces escuálidos y a los panes duros: uno comienza a ver con otros ojos a Bush: ya no lo contempla tanto como el incapaz y soberbio —ese ranchero millonario texano interpretado por Rock Hudson en Gigante—, ni tampoco solo como el jefe de Estado arrogante de una nación poderosa, interesada en venderle Coca-Colas y McDonald’s al resto del mundo.
Con Trump no hay película vista ni imaginada, y lo que quiere venderle a Europa son cohetes y bombas.
Sin pausa que refresque, Trump y Putin se reunirán a solas, sin traductores de por medio. Y se entenderán bien. Porque la razón puede hablar mil lenguas, pero el despropósito una y es poderosa.
ALEJANDRO ARMENGOL, MIAMI