NUEVA YORK, LA CAPITAL DEL MUNDO
Después de su ingreso en el Roosevelt Hospital con una neumonía que lo mantuvo al borde de la muerte, más nunca Reinaldo fue el mismo: comenzaba el largo proceso de una de sus tantas muertes.
La larga muerte de Reinaldo Arenas
Aunque no me gusta hablar de mí, tengo que partir de mí mismo para establecer las coordenadas históricas y circunstancias que esclarecen este trabajo. Cuando comenzó el indetenible desangramiento de lo que aún podía considerarse un exilio político a comienzos de 1979, bajo uno de esos disfraces lingüísticos tan afines a las dictaduras, el régimen cubano llamándolo reunificación familiar, y que culminaría con los incidentes de la embajada peruana y la estampida del Mariel –sin anales en la historia del hemisferio occidental–, entre todos los segmentos que lo conformaban, a uno de ellos en especial le esperaba un traicionero destino acortando el disfrute de la libertad: la comunidad homosexual. A la cual escapando de decenios de represión: redadas, expulsión de trabajos y centros educativos, negación a graduarse en las universidades, censura a los creadores parametrados, los campos de concentración de la UMAP –igualmente sin antecedentes en todo el continente americano–, le esperaba agazapada la Plaga del Sida, llamada inicialmente el cáncer gay –aunque después echando por tierra los sermones mesiánicos y las campañas de los moralistas, se vería que era simplemente un virus atacando a todos por igual.
La indiferencia del gobierno del presidente Reagan y los políticos, además de los ataques de los religiosos, junto con el miedo generalizado que lo convertía en un tema tabú –desatando todos los ataques y discriminaciones imaginables–, pronto movilizó a la comunidad homosexual en los Estados Unidos, consciente que debía asumir la batalla en sus manos. Eran los mediados de los 80 y ya comenzaban a verse con nombre y apellidos los estragos de la Plaga, sobre todo en la comunidad creativa, que devastó el mundo del teatro en New York, y la industria de la moda entre otras. En el ámbito cubano se filtraban lentamente los nombres del cinematógrafo Néstor Almendros, el pintor Carlos Alfonzo, el actor Manolito Martínez –más tarde el novelista Severo Sarduy–, y algunos que por aún estar vivos no puedo mencionar sin su permiso. Sería en 1987 cuando tuve que añadirle mi nombre a esa lista. Gracias a la poca conocida labor del dramaturgo cubano Pedro Monge, que en momentos donde en nuestras comunidad nadie tocaba el tema, y había sido apenas llevado al escenario hispanoparlante –todavía sigue ausente–, tuvo la valentía y honradez intelectual no sólo de escribir Noche de Ronda sobre el SIDA sino que en unión del académico y escritor puertorriqueño Alberto Sandoval, en 1992, dedicó su revista Ollantay Theater Magazine Volume II, Number 2 a la desconocida temática teatral, y me ofreció hablar de mis obras donde tocaba el tema, lo que aproveché no sólo para contar mi experiencia comunitaria, sino también para salir del silencio haciendo público mi status.
Yo me limitaba a ayudar a mis amigos y a todos los que lo necesitaran, pero el catalizador de mi activismo, fue cuando una tarde caminando por la 8va. Avenida y la Calle 48, pasando por el restaurante Juanita que servía comida criolla, vi un alboroto en la calle: al actor y escritor cubano Jorge Ronet –autor de la olvidada noveleta La mueca de la Paloma Negra sobre la UMAP–, el que se veía visiblemente depauperado, le habían negado servirle por tener SIDA, y como se negó a levantarse de la mesa hasta que le sirvieran, lo sacaron a rastras tirándolo a la acera. Yo lo ayudé, y mis gritos obscenos y amenazas hicieron que llamaran a la policía. Los agentes, al oír “AIDS”, ni siquiera se atrevieron a acercarse y nos ordenaron que nos marcháramos. Tres semanas después de este suceso, moriría Jorge Ronet. Tenía que hacer algo.
Ya comenzaban los actos guerrilleros de la organización Act-Up en los que participé: pero viniendo de la experiencia represiva cubana, no me sentía muy cómodo con su innata violencia y espíritu anarquista –aunque lo sabía necesario para sacudir la indolencia de la sociedad–, además creía que su aspecto político se priorizaba sobre la parte práctica de la Plaga: buscar y aplicar tratamientos, la prevención y su cura. Por lo que participé en otras organizaciones como el Gay Men’s Health Crisis, que en sus comienzos estaba formado por elementos de la clase media gay, predominantemente liberal y blanca, donde no tenían representación las mujeres, los más pobres de las comunidades negras e hispanas, ni los drogadictos. Recuerdo que a veces permanecía sentado largas horas en el teléfono respondiendo a la línea abierta en español –que nominalmente existía para cumplir con el dinero que daba la Ciudad: pero en la práctica sólo la atendíamos dos personas, limitadamente pues éramos voluntarios compartiendo nuestros trabajos y el descanso–. Gracias al dinero que comenzó a llegar, comenzaron a proliferar otras organizaciones, las cuales yo visitaba en busca de la que pudiera satisfacerme, pero eran más bien organizaciones fantasmas, auténticos atracos de aprovechados sacándole tajadas a la ocasión, y concesiones de los políticos demócratas corruptos a los miembros de sus piñas, cumpliendo con el sistema neoyorquino de cuota a las minorías. Me recibían sus directores en oficinas con reluciente sofá de piel, caro buró, originales de Andy Warhol, y las fotos de los políticos en las paredes, los cuales organizaban viajes de intercambio de información científica a las Bermudas y Cancún. Cuando se les preguntaba por su labor concreta siempre la estaban preparando. Finalmente en una pequeña organización llamada Body Positive, en una apretada oficina con muebles donados, encontré un maravilloso grupo de gentes jóvenes e incansables, procedentes de todos los diversos estratos de la comunidad afectada por la Plaga, que lejos de permanecer encerrados en sus lujosas oficinas se lanzaban a la calle, y los barrios que la población del Village ni sabía que existían y aterrorizados jamás hubieran visitado. Además, era la única organización –quizás por no poseer prejuicios antirreligiosos liberales–, que trabajó con los sacerdotes y monjes franciscanos, que establecieron el primer refugio para enfermos terminales, junto con un comedor para los desamparados positivos, dándonos espacios para nuestras conferencias y reuniones, y contra la política oficial de la Iglesia nos permitían repartir condones. Junto con una abnegada lesbiana puertorriqueña ex drogadicta y positiva, que provenía del ghetto, nos metíamos en los sótanos donde se inyectaban, las calles donde trabajaban las prostitutas, la Corte donde los juzgaban por drogadictos, los parques oscuros del sexo gay, y centros de rehabilitación de drogas, ofreciendo conferencias, dando condones, agujas hipodérmicas y folletos bilingües. Después con una intención más práctica, formada por un grupo de doctores y enfermeras se creó People with Aids Coalition: que mantenía una clínica privada de investigaciones, una farmacia underground donde se distribuían tratamientos no aprobados por las autoridades y una red informativa a nivel mundial, a la que me integré en mi doble papel de voluntario y positivo.
En aquel momento la gente moría sin esperanzas por cientos –y sin tratamientos de manera bastante larga y horrible–, estando la atención médica dominada por el miedo a lo desconocido era bastante deleznable e inhumana, a la vez que las leyes obligaban –y obligan–, a los enfermos durante largo tiempo a permanecer unidos a tubos y máquinas: lo que convirtió el trato en los hospitales en el nuevo frente de batalla. Pues no sólo los enfermos se merecían una atención más humanitaria, sino que muchos deseaban la libertad de poner fin a sus tormentos con el suicidio –derecho que les estaba (y está) negado–, aunque muchos médicos se exponían ayudándolos de manera que no dejaran trazos inculpándolos.
Aquí entra en el mecanismo de la Plaga la Hemlock Society: una sociedad que aboga por la eutanasia, a la cual inmediatamente nos acercamos incluyéndola en la batalla. Su fundador y director Derek Humphry, publica en 1992 su exitoso libro Final Exit: un tratado práctico sobre los métodos para morir. Entre los enfermos terminales del SIDA el más famoso fue ingerir barbitúricos con vodka, y comenzando a adormecerse atarles una bolsa plástica asfixiándolos en la inconciencia: pero a veces tomaba largo tiempo o en un ataque de pánico de manera intuitiva se la quitaban. Lo discutiría con Reinaldo y enmascarando su miedo me dijo: “Será como ir de compras al supermercado y comprar un melón trayéndolo a casa en una bolsa”. Finalmente la HS encontró un método más efectivo: una enorme pastilla azul que paralizaba en minutos el corazón y los pulmones, y cuya sustancia se utiliza hoy en día inyectándola a los condenados a muerte. No era un proceso fácil sino largo y angustioso: había que llevar el certificado de la enfermedad y los últimos análisis, entrevistarse con un médico que evaluaba el estado de la persona, y un psicólogo que determinaba la competencia mental para tomar tal decisión. Si decidían que no estaban en la etapa final, o pasaban simplemente por una depresión, debían regresar hasta tener la nota terminal del médico, reiniciando angustiosamente el proceso, cumpliendo con ciertos requisitos de exoneración legal, y manteniéndolo en el más absoluto secreto.
Hasta que no fue evidente su deterioro físico Reinaldo supo ocultar de todos su estado, aun en sus comienzos no se mostraba mucho en público, enmascaraba la palidez de su anemia vistiendo camisas y pulóver de fuertes colores –preferiblemente rojos–, y cuando apareció en su rostro la mancha morada del Sarcoma de Kaposi (KS), un cáncer de piel, lo llevé a Bloomingdale’s al mostrador de cosméticos de Clarins que había lanzado un maquillaje para ocultar cicatrices y quemaduras, o se ponía un band aid. Reinaldo sabía que yo era positivo, estaba al tanto de mi labor comunitaria, además vio a Néstor Almendros y fue testigo de la larga agonía de Jorge Ronet –con el cual se iba a los sex shop de la Calle 42–, pero jamás hablaba del SIDA, como si no existiera. Una mañana, al abrirse la puerta del elevador del People with Aids Coalition, allí estaba; en silencio nos abrazamos y comenzamos a llorar. Yo rebasé el malestar de que no hubiera confiado en mí –nunca se lo pregunté–, desde entonces formando parte de su doloroso selecto círculo, y el único que estaba íntimamente ligado a toda la información que lentamente se recababa, además yo vivía cerca de su casa, mientras que Dolores Koch, Lázaro Gómez Carriles y Perla Rozencvaig vivían algo distantes –aunque siempre acudiendo a su llamado–. No vale recordar los pro y los contra de su personalidad. Ni en La Habana ni en New York jamás utilizó conmigo ese despiadado látigo que le conocía: para mí su importancia en las letras cubanas-hispanas-gays, su honestidad intelectual, y su valentía política, era algo que lo trascendía. La única discusión acalorada que tuvimos en tantos años, fue cuando le sugerí que escribiera un artículo en Body Positive o me permitiera entrevistarlo, pues necesitábamos en el ámbito hispano nombres y rostros para humanizar la Plaga –que ya Rock Hudson había dado al mundo anglo gay y después Magic Johnson entre los heterosexuales–. Pero se negó rotundamente, arguyendo que el régimen cubano –y sectores de Miami–, ya trataban de utilizar su homosexualismo para desprestigiarlo y silenciarlo, y el SIDA les daría un arma más. Además, siendo un conocido opositor al régimen cubano los liberales norteamericanos lo acusarían de politizar contrarrevolucionariamente la Plaga: irónicamente a su muerte un periodista gay publicó en el Village Voice que Antes que anochezca era producto de su demencia causada por el SIDA. Seguimos discutiendo, hasta que comprendí que era su elección y que debía aceptarlo.
Después de su ingreso en el Roosevelt Hospital con una neumonía que lo mantuvo al borde de la muerte, más nunca Reinaldo fue el mismo: comenzaba el largo proceso de una de sus tantas muertes. En la antesala de ir a buscar los análisis me llamaba aterrado a su apartamento y estábamos hablando hasta la madrugada, regresando con los resultados –cada vez más desalentadores– trataba de infundirle esperanzas, trayéndole cuanto remedio encontrara: desde raíces del Barrio Chino a sahumerios holísticos. Él batallaba en una lucha contra el tiempo por terminar su obra, y continuar la lucha por quebrar el silencio de los liberales norteamericanos, la censura de la intelligentsia europea, y la complicidad de los intelectuales latinoamericanos con los desmanes del régimen cubano, mientras cada día lo vencía el terror de verse impedido físicamente, y espiritualmente la soledad del exilio –aumentada por la enfermedad– lo aniquilaba. La mancha del KS en su mejilla lo derrumbó, junto con la pérdida de peso que lo avejentó: ya no podía seguir negándolo. Además, había perdido su atractivo físico, impidiéndole sus socorridas escapadas en el sexo.
Una noche escuché que en la cocina se le cayó de las manos un vaso que se rompió, añadiéndolo a ese buscar tanteando los bolígrafos, pegarse al rostro los manuscritos para corregirlos, mientras iba perdiendo la mirada periférica, le molestaba el sol, y describía una danza de bolas luminosas: dos semanas después el médico le confirmó una de las peores infecciones asociadas con la enfermedad: el Cytomegalovirus (CMV), común en una ciudad llena de ratones portándolos, junto con el contacto con fluidos infectados, cuyo resultado era la ceguera total y la muerte por lenta parálisis cerebral. Perla Rozencvaig lo visitaba confortándolo –ayudándolo con otros con la intrincada solución de su herencia, que dividió entre un conjunto de albaceas, pues Oneida, su madre, residía en Cuba. Aunque el régimen cubano pagó un abogado y el proceso judicial en una corte en Brooklyn, para que Ingrid González, su esposa cubana y su falso hijo, fueran declarados sus herederos y cobraran sus derechos de autor en todo el mundo–. Ella le llevaba sus preferidos pollos rostizados, que yo iba viendo apenas sin tocar en su refrigerador: aunque él los desmenuzaba ya sólo podía ingerir helados, batidos de proteínas y compotas de niños, pues el KS atacó su garganta impidiéndole tragar sin grandes dolores, y de todas maneras aunque comiera ya su cuerpo había iniciado el proceso del wasting: rechazaba las proteínas. No quedaba más nada por hacer. Tras dos previas visitas, finalmente en la Hemlock Society le dieron la pastilla azul. Comenzaba la antesala de su muerte…
Durante semanas estuvo la maldita pastilla –para mí, y salvadora para él–, sobre la mesa en la cocina, a la vista de los que lo visitábamos, tratando inútilmente de no mirarla, ignorándola. Lo mismo que lo mantuvo con vida: escribir, dejar el espanto de su vida contra las mentiras, denunciar a sus verdugos y combatir la fiebre del olvido, creo que fue finalmente lo que lo enfrentó a su final: terminando a duras penas Antes que anochezca, más allá no quedaba sino una ciega y dolorosa muerte, que tratarían de prolongarle hasta lo imposible, pues aunque había firmado un Living Will, ninguno de nosotros éramos sus familiares, y no teníamos poder legal para desconectarle las máquinas o cesar los tratamientos más imprescindibles. Como dos de los creadores que más admiraba: Lezama Lima y Virgilio Piñera –que en el total ostracismo escribían pese a todo y como único objetivo existencial–, una vez que eso le fue imposible ya su vida no tenía ningún sentido.
Una noche me hizo saber que había llegado el momento. Le pregunté si necesitaba mi ayuda y me dijo que contaba con Dolores y Lázaro, si bien no me precisó exactamente cuándo sería. ¿Qué se siente ante alguien que sabemos que ya no estará… que ésa es la última conversación… que siendo yo también positivo posiblemente me estaba mirando en el espejo de mi futuro –la culpa de aun estar vivo a veces me regresa, aunque ahora terminando el resto de mi obra y escribiendo esto, comprendo el porqué del tiempo concedido–. Hablamos: de cuando éramos jóvenes, cuando nos conocimos en la Biblioteca Nacional, La Habana de nuestra bohemia, las tardes en la Playita 16 de Miramar, con Virgilio en el parquecito frente a la Funeraria Rivero, en el atelier de la pintora Loló Soldevilla, la casa siempre abierta de Olga Andreu, los viajes por Regla y Casablanca con José Mario, cuando Tiqui-tiqui, la loca que trabajaba en la cafetería del Parque Lenin me vendía a sabiendas las cosas que le llevaba en su huida: yogurt, chocolate, croquetas con pan, y las frituras de calabaza de mi madre, de la isla que nos dolía, la mezquindad del exilio, nuestro lunático individualismo, las enfermizas divisiones, la complicidad de tantos bajo el acercamiento, y por supuesto de la literatura: no parecía un adiós sino un hasta luego. Era tarde cuando antes de despedirme le pedí que me llamara si me necesitaba –ya había asistido a otros en el viaje–, y que Dolores o Lázaro me avisaran…
Dolores me llamó. Corrí a su edificio en la 48, devorando la escalera hasta su piso: la puerta estaba abierta esperando por la policía: Reinaldo estaba en el sofá, Lázaro le había cruzado las manos sobre el pecho y estaba arrodillado en el piso rezando, Dolores estaba sentada en una silla a su lado: con esa fuerza que sólo las mujeres tienen ante el dolor. Me miró moviendo la cabeza y comprendí que era mejor que me librara del asedio de la policía. Bajé y me quedé en la acera. Cuando vino la policía su nota exonerando a los que estaban cerca de él por su muerte y su certificado del SIDA aligeraron el proceso. Como a la media hora acudió el carro de la morgue: dos negros corpulentos, con guantes amarillos de goma, bajaron el cadáver en un cerrado saco verde olivo de plástico, al ir a meter la camilla en el carro dejaron caer su cuerpo a la calle. Dolores y Lázaro estaban en la escalera de entrada mirándolo. Unas semanas después me reuní con Dolores rellenando los vacíos: Reinaldo la llamó, pero aun no se atrevía a tomar la pastilla, por lo que ella llamó a Lázaro. Reinaldo se quejaba, confesándose en un estado lamentable, pero no hacía nada. Desesperado e impotente Lázaro estalló: “¡No jodas más y termina!” Reinaldo fue a la cocina, regresando: “Ya lo hice”. Se acostó en el sofá y en total silencio esperaron. Una corta convulsión, la respiración agitada, y el viaje a la total libertad de quien nunca la conoció en vida. Dolores quería escribirlo y no me permitió hacerlo: su muerte me deja en libertad. Perla Rozencvaig y Lázaro Gómez Carriles están vivos, para recordar o refutar mi testimonio. La película de Schnabel estableció el mito más dramático y rápido de la bolsa plástica asfixiándolo –que el mismo Lázaro ya ha negado–. Pero la realidad fue más dolorosa y larga: así murió Reinaldo Arenas. No, más bien vive, cuando nadie recordará a sus verdugos…
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