Cuando me pasa a buscar por la terminal de Villa Mercedes, a menos de 100 km de San Luis capital, lo único que noto distinto en Pablo son sus orejas perforadas. Lleva un par de aritos brillantes que contrastan con el pelo negro azabache, peinado tal como lo recordaba. Tiene un poco más de barba recién encanecida, pero está igual que la última vez que lo vi hace cinco años. En ese entonces, y hacía ya casi una década, Pablo era el cura del colegio al que fui toda mi vida, además de mi profesor de Teología. Hoy, como me cuenta de camino a la casa que comparte con su esposo, su vida es otra. Colgó la sotana y a los 40 años salió del clóset. Se casó con Oscar, organizador de eventos para los que él cocina, y conviven hace dos años. Juntos, no hacen más que planificar a futuro: su primer viaje fuera del país, agrandar el negocio y hasta, en una de esas, adoptar.
Su primera experiencia homosexual la tuvo a los 21 años mientras cursaba el seminario para ser sacerdote. A la casa donde vivía junto al resto de sus compañeros, llegó un chico colombiano que venía de intercambio. Con él, se miraban de otra manera. “Ojo de loca no se equivoca”, diría más tarde su marido. Después de buscarse el uno al otro, el colombiano, como lo llama para no comprometerlo ya que sigue siendo cura, entró en su habitación y le propuso un juego: ambos tenían que cerrar los ojos y simular ser ciegos para reconocerse los cuerpos con las manos. Esa noche, por primera vez, Pablo tocó el cuerpo de otro hombre.
VICE: ¿Lo volviste a ver alguna vez?
Pablo: Al poco tiempo él se volvió para Colombia. Varios años después me enteré de que estaba en el Vaticano. Fui varias veces para allá, pero por alguna u otra razón él nunca estaba.
A ese mal timing Pablo lo llama “gracia divina”. Pero como Dios los cría y el viento los amontona, mucho tiempo después, en su último viaje de estudios al Vaticano, se reencontró con el colombiano. Ahí estaba ese muchacho, ya no un recuerdo regurgitado por años sino todo un hombre de voz profunda y acento fascinante con un alto puesto eclesiástico. En ese viaje que, sin saberlo, sería su último como parte de la Iglesia, Pablo y el colombiano tuvieron la oportunidad de terminar lo que habían arrancado como seminaristas en Buenos Aires casi una década atrás. Una noche que recuerda tibia, los dos sacerdotes cogieron puertas adentro de la Santa Sede.
¿Cómo surgió tu vocación religiosa?
P: Mis padres no eran creyentes. Pero a los 10 años, cuando murió mi mamá, me mudé a Salta donde me criaron mis tías. Ellas me hicieron tomar la comunión y confirmarme. Inculcaron en mí una espiritualidad que marcó el primer rumbo de mi vida. Arranqué como asistente de un cura que me convenció para ir a un retiro espiritual. Aunque al principio no me cerró, al año siguiente me metí en el seminario. Terminados mis siete años de estudios, me ordené en Salta y ahí arranqué como sacerdote.
La profesión lo obligó a estar en constante movimiento. El noviciado le tocó en la misión del Mato Grosso de Brasil. Después vino el diaconado en Montevideo, Uruguay. La lista sigue, pero aunque en su camino conoció una envidiable cantidad de lugares, sus ocho años en el colegio San Agustín, en la Ciudad de Buenos Aires, son los favoritos de su vida eclesiástica. Ahí, además de sus tareas como sacerdote, ejerció como docente. Como los demás curas eran bastante mayores, Pablo era el encargado de los jóvenes. Con muchos de sus alumnos conserva hasta hoy una relación estrecha. Varios, incluso, estuvieron en su casamiento.
Además de todas sus tareas para la pastoral y el colegio, que le exigían casi la totalidad de su tiempo, de alguna manera se las arreglaba para interrumpir cada tanto su celibato. Pero para contrarrestar la naturalidad con la que lo cuenta ahora, insiste en que no era algo que pudiera vivir con ligereza.
¿Alguna vez pudiste hablarlo con alguien?
P: Un viejo amigo —arranca Pablo en un tono igual al de los sermones que daba en la misa mensual a la que todo el alumnado estaba obligado a ir— que todavía no era cura pero hoy lo es, vino a confesarse conmigo. Estaba arrepentido de haber tenido relaciones con otra mujer que no era su esposa. En ese momento casi le cuento mi situación. Pero no me atreví. Ambos estábamos en falta. Los dos habíamos traicionado nuestros votos sagrados pero de alguna manera lo mío era peor.
La paranoia de estar viviendo lo que sentía como una doble vida lo hacía desvivirse en precauciones. Si se encontraba con otro hombre era siempre en algún lejo de Provincia, nunca de CABA, por miedo a que alguien lo reconociera. Incluso prefería no ir con su auto ante la posibilidad de que su patente lo delatara. Para hablar con hombres tenía una cuenta de Facebook alternativa con un nombre falso que no le viene a la mente. Cierra los ojos y, en una asociación rápida, recuerda el apellido: Gutiérrez, como la calle del colegio y la iglesia desde la que mandaba los mensajes.
¿De qué manera te las ingeniabas para tener levante encerrado todo el día en la parroquia?
P: Un día entré a Google y puse “sala de chat gay”. Había miles. Ahí hablaba con tipos y si había onda nos encontrábamos, cogíamos y ya está. En esos sitios conseguía más “adeptos” cuando decía que era cura. “¿Quién quiere coger con un sacerdote?”, escribía, y me llovían las propuestas. Hay mucho morbo con eso. Algunos me pedían que me ponga la sotana. Una vez también apareció otro cura. Hubo algo pero terminamos siendo grandes amigos. Nos confesábamos el uno con el otro. De los curas con los que estuve, con algunos compartía esa presión de estar viviendo dos vidas, pero para otros era algo totalmente normal.
En su último viaje al Vaticano, después del reencuentro con el colombiano, una fuerte pelea entre ellos llevó a Pablo a decidirse. No había más vueltas que darle. Se dedicaría al sacerdocio como Dios manda y no habría más deslices.
¿Y qué pasó?
P: A los dos o tres días —confiesa resignado entre risas vergonzosas— llegó a la casa un chico estadounidense que me encantó. Me buscó y me buscó, aunque yo también le estaba atrás. Una noche me invitó a su habitación y yo por dentro pensaba en lo decidido que había estado hasta hace sólo un día. Pero fue más grande que yo. Eso también fue gracia divina.
Después de ese viaje, a Pablo lo trasladaron del San Agustín a la parroquia del San Martín de Tours. Como en su nuevo puesto no tenía tantas responsabilidades, las horas libres se le acumulaban y, además de magnificar la tentación, por primera vez tuvo tiempo para pensar con claridad. En julio de 2016, Pablo se pidió un año sabático de sus deberes religiosos a los que nunca regresó.
¿Cuándo y cómo llega Oscar a tu vida?
P: Como mi papá estaba enfermo, aproveché que me había tomado el año y me vine a Villa Mercedes a cuidarlo. Seguía usando el Facebook trucho, y así lo conocí. Empezamos a hablar y me invitó a la casa. Cogimos y al día siguiente yo me tenía que volver para Buenos Aires. Seguimos en contacto mientras yo pensaba cómo sería mi vida fuera de la Iglesia. Como no estaba haciendo nada, le pedí trabajo y nos terminamos gustando. Empezamos a salir en secreto, porque durante ese año sabático yo no quería generar ningún quilombo. Pero de repente me cortaron la línea de teléfono, la obra social, todo sin avisar. Me enojé muchísimo y terminé publicando una foto con Oscar en la cama. Sentí una libertad inmensa. Al poco tiempo inicié los trámites para desvincularme de la Iglesia. La forma más fácil y rápida era casarme, así que nos casamos al poco tiempo de conocernos.
A pesar de haberse alejado de la institución, Pablo sostiene sus creencias. Tuvo que aprender a practicar su fe de otra manera, ya no como parte de un colectivo sino en la intimidad y junto a su marido, también con un trasfondo religioso muy marcado. En su casa no faltan cruces e imágenes de distintas Vírgenes. Ambos son amigos de uno de los curas de la ciudad, a quien le dan las flores que sobran de cada evento que organizan. Pablo no duda en afirmar que seguiría ejerciendo el sacerdocio, siempre y cuando pudiera hacerlo casado con un hombre.
¿Pudiste entonces conciliar tu homosexualidad con tu religión?
P: Yo realmente creo que Jesús no me condenaría por amar a otro hombre. Dicen que si en el último día de tu vida te arrepentís de tus pecados, Dios te perdona. Pero yo nunca me arrepentiría de esto.
FERNANDO PAGANO, MARZO DE 2019