Los fascistas ya no se esconden. Han regresado al centro de la escena con racismo y atentados terroristas en sinagogas, colegios, calles y mezquitas, con artefactos explosivos enviados a políticos opositores y la prensa independiente.
O dicho de otro modo: en Europa, Estados Unidos y ahora América Latina, los fascistas ya no maquillan el racismo y la violencia política que definen lo que es el fascismo, sino que en muchos casos ven con satisfacción y expresan su apoyo a líderes populistas como Donald Trump en Estados Unidos o Jair Bolsonaro en Brasil. Estos líderes populistas han legitimado y también motivado a los fascistas. De hecho, desde el punto de vista de las conexiones entre historia lejana e historia reciente, en los últimos años el populismo ha sido una dimensión esencial de la normalización del fascismo.
Si bien el fascismo y el populismo proponen cosas muy distintas —la dictadura el primero; una democracia autoritaria el segundo—, fascistas y populistas comparten algunas características vitales: la demonización del adversario, apelan a un pueblo homogéneo y presentan a un líder mesiánico que todo lo sabe y que habla por la mayoría a la que llaman “pueblo”, pero que en realidad solo está constituida por sus seguidores.
Hace pocos años habría sido difícil imaginar este regreso del pasado en las bocas del líder del país más poderoso del mundo o de la democracia más grande de América Latina. Pero negar esta nueva realidad no va a ayudar a comprenderla. Hace falta detenerse a pensar las razones históricas que llevan a esta “normalidad” del fascismo, amamantado y legitimado por líderes populistas de derecha.
El fascismo actúa desde abajo pero está también legitimado desde arriba. Cuando Bolsonaro despreció a los afrobrasileños o cuando Trump dijo que prefería inmigrantes noruegos a aquellos que venían de “países de mierda” como Haití o países africanos, no solo los fascistas interpretaron que estos líderes compartían con ellos sus valores racistas. Recientemente, Bolsonaro dijo que el Holocausto podía perdonarse y Trump defendió su polémica declaración de que entre los que asistieron a la marcha nazi de Charlottesville había buena gente.
El retorno del fascismo se ha dado en un contexto específico: en democracias que se encuentran en crisis, debilitadas por fenómenos como los referéndums y la corrupción o el hecho de que las elecciones se han vuelto plebiscitos sobre personalidades mesiánicas en las que cada vez hay menos debate de ideas o propuestas. Gracias a esta combinación de factores, el populismo ha encontrado una rendija para vincularse al fascismo e introducirse al sistema democrático para minarlo desde adentro.
Sin duda, este retorno es malo para la democracia por una razón casi obvia: el fascismo está esencialmente contra ella y a favor de la dictadura. Los fascistas como Adolf Hitler y Benito Mussolini, Leopoldo Lugones en Argentina o Plínio Salgado en Brasil, crearon un Estado totalitario que suprimió la prensa y destruyó por completo el imperio de la ley. En estas dictaduras fascistas no había lugar para la diferencia de opiniones y abolieron la separación entre lo público y lo privado, el Estado y sus ciudadanos.
Los fascistas sustituyeron la historia y las verdades sustentadas en la demostración empírica por el mito político de su líder. A quienes lucían o pensaban distinto los veían como enemigos de la nación y el pueblo. Por eso, había que perseguirlos, primero, y luego deportarlos o eliminarlos. Por ejemplo, en Argentina, los fascistas prometían en 1942 “desaparecer” a los judíos argentinos: “¡Qué homenaje más grandioso sería brindarle a la patria el exterminio de estos pulpos!”. Según estos fascistas latinoamericanos eso pasaría el “día en que el nacionalismo triunfe como régimen” y en que los “buenos argentinos” sepan “dar el grito: ‘Dios, patria y familia’”.
Derrotados luego de 1945, muchos fascistas y dictadores, sobre todo en América Latina, se reconvirtieron en populistas. Así en países como Argentina, Brasil y Bolivia el populismo llegó al poder por primera vez en la historia del mundo.
El populismo, que surgió como una reformulación y también como un rechazo del fascismo, en la actualidad es la principal fuente de legitimación del fascismo. En este punto los nuevos populistas se diferencian radicalmente de los primeros populistas en el poder, como Juan Domingo Perón en Argentina y Getúlio Vargas en Brasil. Perón los llamaba piantavotos (que quiere decir “espanta votos”) y Vargas los reprimió y se los saco de encima unos años antes.
Pero todo ha cambiado ahora que el fascismo ya no está en el pasado como un régimen de poder, sino que incluso ha regresado a la política como compañero de ruta de los nuevos populismos de extrema derecha. Se ve en Brasil, pero también en países como Chile, con el preocupante fenómeno de José Antonio Kast, el llamado “Bolsonaro chileno”, admirador como el brasileño de la dictadura de Augusto Pinochet. O en la Argentina, con bolsonaristas convencidos y políticos bolsonarizados en el gobierno y en la oposición peronista.
Normalizado por líderes como Trump o Bolsonaro y Duterte, en Filipinas, el fascismo también ha vuelto a sus orígenes de violencia extrema como el terrorismo nacional y trasnacional. Pero esto no quiere decir que los fascistas son la mano de obra de los populistas. La situación es más compleja que esto. Se dan muchas veces entre ellos afinidades electivas, y no alianzas concretas.
Recientemente, The New York Times publicó un análisis que revela la forma en que los terroristas fascistas se influyen y legitiman mutuamente a nivel global. El atentado antisemita de abril en California lo prueba: el asesino, admirador de Hitler, fue inspirado por el acto terrorista, también racista, de Nueva Zelanda y también por la masacre de la sinagoga de Pittsburgh hace seis meses, cuyo perpetrador invocó como razón las supuestas “invasiones masivas” de las caravanas de migrantes que Trump había imaginado y denunciado en su cuenta de Twitter.
América Latina no está tampoco alejada de estos casos. Es justamente en Brasil, el país gobernado por el líder populista que más se acerca al fascismo, donde el asesinato y la política de odio van de la mano. Si bien el neonazismo es prácticamente inexistente como forma articulada en Brasil, hay casos muy serios de violencia motivada por odios raciales. Los dos jóvenes terroristas que asesinaron a ocho alumnos de una escuela en Suzano, al este de São Paulo, en marzo llevaban una esvástica colgada del cuello y pidieron consejos para perpetrar la matanza en un foro de la red profunda, una área escondida de internet, donde campean el fascismo y el racismo. Uno de los atacantes era fanático de los zombis y de las armas, pero también de Bolsonaro.
Este tipo de líderes populistas, y amigos de los fascistas, usan el racismo y la discriminación como arma política contra quienes piensan, lucen o actúan de forma diferente. En muchos casos, estos políticos no pueden ser fácilmente acusados de actos terroristas hechos en su nombre. Un ejemplo sería el caso del que muchos en Estados Unidos bautizaron como “MAGABomber” (por Make America Great Again —MAGA—, “Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo”, el eslogan del trumpismo). Este siniestro personaje envió artefactos explosivos el año pasado a distintos políticos de la oposición y a periodistas de medios independientes.
En términos legales los líderes populistas no son responsables. Son terroristas fascistas los que establecen esta relación en términos explícitos. Esto no es difícil de entender, pues Trump y Bolsonaro pusieron en primera plana temas que por décadas fueron caros a los fascistas. Y de paso, los legitimaron a ellos.
De la misma forma en que no se pueden regularizar los continuos escándalos populistas, hay que registrar que el fascismo quiere quedarse entre nosotros y lo hace normalizado desde el poder por líderes populistas.
Federico Finchelstein, Nueva York 2019