La política definida desde la antigua Grecia
El término política proviene del griego polis, que significa o está relacionado con el término ciudad, haciendo alusión a los primeros sitios donde surge la democracia representativa como forma de organización política. Desde la antigüedad la política ha perseguido el fin de organizar la vida de las sociedades y los gobiernos, es decir, se entiende como una actividad orientada de forma ideológica a la toma de decisiones de determinado grupo para alcanzar sus objetivos. Otra forma de definición puede ser la que proyecta a la política como el ejercicio del poder con la intención de solucionar las problemáticas presentes en una sociedad, o si bien esto no es posible del todo, disminuir sus efectos negativos.
Según los politólogos, la política es tan antigua como la historia de la humanidad, y abarca múltiples escenarios del desempeño humano. Sin embargo, la arista que pretendemos analizar en este trabajo, basado en la lectura de Max Weber “La política como vocación” (1919), es la de la política entendida como “la dirección o la influencia sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestro tiempo, de un Estado”. Como “la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen”.
La política y sus dilemas según Max Weber
La política está indisolublemente mezclada a las relaciones de poder, ya sea para distribuirlo, conservarlo o transferirlo, pero siempre en un vínculo con un marcado interés por lograr “algo”, ya sea por aspiraciones personales o por la verdadera intención de servir a la polis. He ahí el dilema weberiano ampliamente debatido en cuando a la representación política y calidad en las gestiones de gobierno se trata. La pregunta de ¿política como vocación o como profesión? es recurrente en los momentos actuales. Darle una respuesta certera se puede tornar muy difícil porque puede primar la subjetividad, los grados de empatía, la respuesta del representante político a un interés propio que no necesariamente tiene que corresponderse con un interés colectivo o más generalizado. “Quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder “por el poder”, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere”. Esta aspiración se puede concretar en unos fines como se refiere, idealistas, que promulguen las ideas del poder para servir, la garantía de las libertades fundamentales, la búsqueda del Estado del Bienestar; pero también puede recaer en las deformaciones clásicas que conocemos que se pueden dar en torno al poder. A saber, entre otras, la corrupción, los autoritarismos, los caudillismos, los sectarismos, la exclusión e intolerancia a la divergencia de criterios.
Tres formas de dominación de la especie humana
Existen tres aspectos esenciales relacionados con la dominación de los hombres por parte del Estado, entre los que figuran la legitimidad, es decir, la fuerza de la tradición, la costumbre, la norma que establece la conducción de las mayorías por una minoría encargada por “todos” para esa función. Por otro lado, dicha dominación se sustenta en la legalidad, es decir, en todos aquellos instrumentos que hacen oficiales las regulaciones por las que el pensamiento y la razón deben conducirse, si no se pretende recaer en las violaciones del convenio establecido entre los hombres (una parte) y el Poder Legislativo (otra parte que representa al Estado como institución). El tercer justificante de esa dominación es el que más se aborda en la obra del filósofo alemán, y es el que relaciona al carisma, a la autoridad que no otorga el poder, ni la legitimación, ni la legislación, sino la gracia natural e intrínseca de la figura del político; es decir “la dominación producida por la entrega de los sometidos al “carisma” puramente personal del “caudillo”. En ella arraiga, en su expresión más alta, la idea de vocación… de alguien que está internamente llamado a ser conductor de hombres, los cuales no le prestan obediencia porque lo mande la costumbre o una norma legal, sino porque creen en él”.
Políticos ocasionales, semiprofesionales y profesionales
En la empresa política es evidente que no solo aparece la figura del político de vocación como un ente aislado de la administración, ya sea de los medios materiales o del personal administrativo, sino que, la tendencia de los Estados modernos es hacia la separación entre las personas y los medios materiales con los que se cuenta para llevar a cabo la administración. De estas relaciones se deriva el concepto de políticos profesionales, entendidos como aquellos que actúan al servicio de la política, pero que adquieren de ella los medios materiales para su subsistencia; lo que hace que el carisma, si bien no va a un segundo plano, no es lo más esencial a la hora del ejercicio de las funciones conferidas.
En este amplio debate de los tipos de políticos, por vocación o de profesión, Max Weber recalca que “Se puede hacer “política” (es decir, tratar de influir sobre la distribución del poder entre las distintas configuraciones políticas y dentro de cada una de ellas) como político “ocasional”, como profesión secundaria o como profesión principal”. Y realiza a continuación un buen análisis que demuestra que la persona humana es por su naturaleza un animal político ya que interviene, directa o indirectamente, durante su cotidianidad: en la toma de decisiones relativas a apoyar o disentir sobre el curso de determinado asunto de interés social, en el ejercicio del voto en los comicios electorales, y en la formulación de estados de opinión y criterios públicos a través de los medios de comunicación social, a través de la vox populi, y en el seno de su hogar hacia los más cercanos. A esto le llama políticos ocasionales, para luego distinguir entre los políticos semiprofesionales y los profesionales. Cuando habla de semiprofesionales, los relaciona con aquellas personas cuya percepción y vivencia de la política no está fundamentada en una necesidad ni material ni espiritual, con una participación esporádica, altamente pasiva y “muy lejos de poner su vida al servicio de la política, ni por entero, ni principalmente, ni de cualquier forma que no fuese puramente circunstancial”. Esta posición tiene una implicación ética importante ya que vincula la política con el utilitarismo, viendo solamente en ella un medio para obtener beneficios y no un modo de servir a los demás. Para contrarrestar esta posición existe otro tipo de políticos que son aquellos que son profesionales, y en torno a ellos centra el padre de la sociología uno de los grandes dilemas que suscita hasta hoy numerosos debates en los ámbitos del poder y la sociedad civil. Este conflicto, contraposición, par dialéctico, relación dual, o función ambigua de la política, como se le quiera llamar, es el centro de la obra de Weber. Desde la sociología, el uso de un lenguaje pertinaz, sencillo y con reiteradas comparaciones con la vida cotidiana (relaciones humanas, de pareja, diálogo religioso, historia universal y obras literarias) expone un problema, a la vez que ofrece recursos para entenderlo y solucionarlo en la medida que las capacidades humanas lo permitan.
Vivir “para” o “de” la política
“Hay dos formas de hacer de la política una profesión. O se vive “para” la política o se vive “de” la política. La oposición no es en absoluto excluyente. Por el contrario, generalmente se hacen las dos cosas, al menos idealmente; y, en la mayoría de los casos, también materialmente. Quien vive “para” la política hace “de ello su vida” en un sentido íntimo; o goza simplemente con el ejercicio del poder que posee, o alimenta su equilibrio y su tranquilidad con la conciencia de haberle dado un sentido a su vida, poniéndola al servicio de “algo”. A pesar de no ser excluyentes ambas posiciones, se diferencian enormemente en cuanto a la finalidad que motiva la profesión en cada caso, marcada por un elemento “mucho más grosero”, como le llama Weber, haciendo referencia al factor económico. Aquí hace la distinción entre buscar en la política la fuente de ingresos que permita realizar los proyectos personales, y el hecho de encontrar en ella una canalización de las pasiones de servicio, vocación para articular redes de interacción, poder de convocatoria, liderazgo explícito, capacidad de gestión de equipos, de movilización para la acción política que, como se espera a veces utópicamente, coloque siempre a la persona humana en el centro de las interacciones como sujeto y fin de toda acción social.
Y en el planteamiento de esa “profesionalización” de la política no resulta extraño hablar de los partidos políticos como formas de organizar a los representantes en torno a unos fines específicos que, en ocasiones, a “consecuencia de la burocratización general y la creciente apetencia de ellos (los políticos) como un modo específico de asegurarse el porvenir,… son vistos por sus seguidores como un medio para lograr el fin de procurarse un cargo”. Esto lleva a una transformación de la política, concebida idealmente como el arte de lograr lo imposible, en una “empresa” que trata las gestiones y el servicio público como productos o mercancías, que deben ser pagados, sin el necesario componente de espiritualidad por lo que se hace, y por tratarse del servicio a los conciudadanos, a la polis, y a la nación en sentido amplio.
Describiendo otras características que ayudan a valorar ambas posiciones, la del político profesional y la del político que pondera la vocación ante las tentativas del poder, se habla, desde la aparición de los sistemas democráticos en el mundo, de un fenómeno asociado o interrelacionado, o conducente a otro de carácter negativo, que se convierte en una deformación de la propia democracia. Se trata de la demagogia que acompaña a los políticos que, mediante discursos populistas, pretenden movilizar a las masas para lograr una acción colectiva, ya sea en forma de protesta o movilización social. Este problema tiene continuidad más allá de la figura de los políticos, en todos aquellos que se hacen eco de las estrategias discursivas y propagandizan una idea de la cual no están convencidos, por el mero hecho de ganar audiencias, romper los silencios, tener las primicias informativas o las coberturas especiales que mejorarán las estadísticas en cuanto a ingresos o reconocimientos. Me refiero, obviamente, a los medios de comunicación social, a la figura de los periodistas especializados en temas políticos, y a aquellos políticos que hacen de la industria de los medios una fuente de popularidad, una vía de satisfacción de egos, una plataforma de lanzamiento de campañas electorales y un método de sensibilización para lograr la aceptación con los programas desarrollados.
Tres cualidades esenciales del político
Max Weber, como buen sociólogo al fin, define tres cualidades de extraordinaria relevancia para el político: la pasión, el sentido de la responsabilidad y la mesura. La pasión es concebida como una entrega con toda fuerza a la causa que se defiende o a la que se dedica una persona con carisma para la política. En el mundo de las pasiones, este tipo particularmente requiere de conjugarse con la triada antes mencionada: funciona como el organismo como un todo, el cuerpo no es funcional si le falta el corazón u otro órgano, ni es la suma simple de sus partes. Asimismo, “la pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una “causa” y no hace de la responsabilidad para con esa causa la estrella que oriente la acción. Para eso se necesita (y esta es la cualidad psicológica decisiva para el político) mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas”.
Al más fiel estilo de conservar la espiritualidad en el cultivo de un buen político, la síntesis weberiana recoge como dos pecados mortales en la concepción de la política como vocación a: la falta de “finalidades objetivas” y la ausencia de la responsabilidad requerida para la generación, implementación, control y evaluación de toda acción política.
En el punto más álgido de su conferencia, posteriormente considerada como un clásico en materia de formación política, plantea la cuestión ética que rige toda acción política. Enfatizando que “Tenemos que ver con claridad que toda acción éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas: puede orientarse mediante la “ética de la convicción” o conforme a la “ética de la responsabilidad”. Más adelante presenta a estos dos pares como términos que no son absolutamente opuestos sino complementarios. La ética de la convicción, permite formular unos criterios y una escala de valores inamovibles, que hacen perpetuar una ideología porque cierra los sistemas a las interacciones con el medio, los hermetiza para evitar las renovaciones necesarias que imponen los nuevos tiempos y escenarios. El predominio de las convicciones rígidas y la preeminencia de unos valores entendidos como dogmas han caracterizado a los totalitarismos a lo largo de la historia. Guiarse por la convicción, no aceptar que existen otras vivencias, ni siquiera dar el beneficio de la duda a las demás alternativas, puede llevar a situaciones de deterioro humano y crisis sociales que perjudican y desacreditan la gestión de un político en el poder.
Por otra parte, la ética de la responsabilidad permite tener presente el riesgo de cada acción, que en ocasiones no resulta previsible, pero contemplar esa variable implica tener presente un mínimo de consecuencias antes de la acción, y ser coherentes con la escala de valores que se ha formulado la persona y le ha servido en su experiencia previa. Ser responsable en política está determinado, además, por la capacidad de analizar la implicación de las decisiones tomadas. Discernir entre qué es bueno o malo es, como dice el propio Weber para todo político “pactar con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder”. Por tanto, se trata de escoger entre un grupo de opciones a elegir, qué afecta menos y está en beneficio de quienes servimos. Evidentemente esto solo puede ser realizado de acuerdo a las experiencias adquiridas, que hacen que la persona del político esté convencida, por la moral vivida, de los efectos positivos de la acción a realizar. He aquí la complementariedad de la convicción y la responsabilidad. En palabras de Weber: “la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener “vocación política”.
Desentrañando finalmente la polémica cuestión de la política como vocación o profesión, Weber concluye con una máxima que debería ser la primera línea de la agenda de todo político, un aspecto a tener en cuenta ante las frecuentes adversidades que corresponde sortear: “Solo quien frente a todo esto es capaz de responder con un “sin embargo”, solo un hombre de esta forma construido tiene “vocación” para la política”.