Es desesperante ser tan repetitivo y seguir señalando que Donald Trump es racista, pero alguien tiene que hacerlo. Es necesario porque se trata de un problema fundamental de carácter, que arruina y determina muchos otros rasgos, casi de la misma manera en que lo hacen su sexismo y su xenofobia.
El sábado, Trump tuiteó que el distrito del representante Elijah Cummings era “un caos terrible, infestado de ratas y roedores”, un “lugar muy peligroso y sucio”; además afirmó que “ningún ser humano querría vivir ahí”. Cummings es de raza negra, como la mayoría de las personas que viven en su distrito.
El hecho de que utilice el verbo “infestar” revela en gran medida sus percepciones, pues al parecer solo lo aplica a problemas que involucran a personas negras y de tez morena. Criticó las “áreas infestadas de ébola en África”. Dijo que el distrito de Atlanta del congresista John Lewis está “infestado de delincuentes” y le recomendó concentrarse en “los barrios pobres de Estados Unidos infestados de criminalidad, un tema imperioso”. Comentó que las ciudades santuario son un “concepto infestado de criminalidad y semillero de la delincuencia”. Advirtió que los “inmigrantes no autorizados” vendrán “en bandadas e infestarán nuestro país”. También describió la presencia de miembros de la pandilla MS-13 “en ciertas partes del país” como una “infestación”.
En ninguno de esos casos se refiere a la delincuencia como un fenómeno discreto, sino que vincula inextricablemente la criminalidad con las personas de tez oscura. Los partidarios de la supremacía blanca no siempre consideran a las personas de raza blanca como superhombres; en muchos casos, más bien clasifican a las personas que no son de raza blanca como subhumanos. De cualquier manera, el punto es establecer una jerarquía en la que la raza blanca ocupa la posición superior.
Un estudio de los tuits de Trump revela que cuando asocia la criminalidad con grupos de la población, casi siempre se refiere a personas de raza negra o tez morena y a “barrios pobres”, un eufemismo urbano para referirse a vecindarios de gente negra y morena.
Trump no ha perdido ninguna oportunidad para mostrar su postura, desde el caso de los Cinco de Central Park hasta una serie de tuits que publicó en 2013, cuando escribió: “Por desgracia, la impresionante cantidad de delitos violentos que ocurren en nuestras principales ciudades son cometidos por personas negras y morenas —un tema difícil— y debemos hablar de eso”.
Hay que dejar claro que las personas de raza negra no son más propensas a abusar de otros, como tampoco alguien es más propenso a abusar de los opioides solo por ser blanco. Los seres humanos respondemos a nuestro entorno, a nuestras necesidades y deseos, así como a nuestra desesperanza.
Por ejemplo, en Nueva York aumentó mucho la delincuencia en el siglo XIX, cuando casi no había personas de raza negra en la ciudad. De hecho, en 1985, un escritor y cronista prodigioso de la ciudad de Nueva York, Edward Robb Ellis, escribió en The New York Times sobre un ciudadano que se quejaba en 1852 porque “el incremento de la tasa de delincuencia, la violencia y frecuencia de los ataques a ciudadanos comunes y corrientes por la noche en la ciudad, y la… estupidez e ineficacia de la policía son motivo de gran alarma entre el segmento de la ciudadanía que actúa con decencia y respeta la ley”.
Según Ross, el propio Walt Whitman afirmó: “Nueva York es una de las ciudades más plagadas de delitos y más peligrosas de la cristiandad”.
¿Los blancos que vivían en Nueva York en esa época estaban predispuestos racial y patológicamente a la criminalidad? Por supuesto que no. Tampoco lo están las personas de tez negra y morena en la actualidad. Los racistas no consideran en absoluto ese contexto histórico y sociológico.
Lo peor es que no hay nada positivo en el lenguaje que usa Trump. Cuando hay infestaciones, existe justificación para exterminar la plaga. Por algo Martin Luther King Jr. dijo: “En resumidas cuentas, el racismo es malévolo porque su lógica de fondo es el genocidio”. Quizá la boca que desdeña no siempre esté conectada a la mano que destruye, pero sin duda comparten el mismo espíritu y el deseo de causar daño.
Sería fácil exponer fundamentos para un juicio en contra de Trump por motivos de política pública, pero las políticas no están en la naturaleza de la criatura. Más bien, en su naturaleza están la supremacía blanca, el nacionalismo blanco y el patriarcado blanco.
Este hombre es, en esencia, racista, y esa perspectiva está tan fundida con su sentido del mundo que no es capaz de reconocer que es racista. Su instinto es atacar a las personas negras. Para él resulta natural denigrar los lugares en los que viven y los países de sus ancestros.
Está tan convencido de las ideas que defiende la supremacía blanca, que su ideología ya no necesita ninguna etiqueta, según cree. Para él, esta mentira es precisamente la verdad y, si algo está “bien”, no puede ser racista.
Los racistas han operado de esta manera a lo largo de la historia para evitar que los asocien con aquellos que azotaron la piel de los esclavos, con quienes violaron a las mujeres y vendieron a los niños, con quienes soltaron los perros y apuntaron los cañones de agua, o con quienes pusieron las sogas al cuello y les prendieron fuego a las cruces.
Esos que se expresaron, consumidos por el odio y el sadismo, eran los racistas. No los grupos cada vez más grandes que se han tragado y han regurgitado una visión deformada del mundo, una visión adulterada de la historia y que presentan “hechos” supuestamente irrecusables sin contextualización.
Trump es racista. Gritémoslo a voces. Gritémoslo con la profundidad que se merece. Para mí, es el principio y el fin de la lógica que necesito para mantenerme firme en la resistencia.