LUNAS DE HIEL
Federico García Lorca - Salvador Dalí
Lorca y Dalí: “el amor, la amistad o la esgrima”
Miguel Ángel Ortega Lucas
Sobre una barca pesquera, noche de abril de 1925, Federico García Lorca contempla el perfil de Salvador Dalí, recortándose en el lienzo azul satén del cielo y el agua. Ve su perfil de bronce, ve “una rosa en el alto jardín que tú deseas”; ve otras cosas en el silencio que no va a decir nunca.
Es posible que el amor “que no puede decir su nombre” sea mucho más común de lo que pensamos. No por prohibido, sino porque su naturaleza escape a toda definición, clasificación o taxidermia: lo vivo muta continuamente, cambia de color y de forma, como esos peces desbocándose en el agua nocturna; lo muerto es petrificación. Lo primero no suele admitir un nombre fijo, porque se permite cambiar de rostro; lo segundo sí, porque ya no sucede: sucedió. Es una estatua. Está muerto, inerte –así algunos millones de parejas de este mundo.
El duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca.
“El asunto de Barcelona no lo olvido”, escribe Lorca, meses después, a su amigo Benjamín Palencia: está pasando un verano “melancólico y turbio”. Cuál era con exactitud el asunto, sólo él lo sabía. Lo que podemos aventurar es que fue por esa época, Semana Santa de 1925 en Cadaqués, cuando la fascinación mutua entre los dos artistas comenzó a aproximarse a latitudes más arriesgadas. Hasta qué punto, y en qué sentido, en cada uno de ellos, es el enigma que tampoco puede decir su nombre: quizá ninguno de los dos pudiera nunca identificarlo del todo.
Sí; ya sabemos que a Lorca le gustaban los hombres, y que el término asexuado era la categoría más próxima a Dalí –si es que hay alguna–. Que a Lorca le atrajese, y por ende quisiera una comunión real en algún momento, más allá de conexiones cósmicas, con la inevitable frustración, es sólo una mitad del puzle. Porque lo cierto es que algo muy ambiguo, escurridizo, se dio desde el principio en la relación entre ambos, y esto toca ya rigurosamente a la parte daliniana del asunto. Es algo muy sutil, que, cotejado con el carácter del pintor, da como resultado un cuadro de los suyos: se escapan de continuo las explicaciones racionales, pero el mensaje onírico de la estampa parece decir algo a gritos.
Escribió éste en su Vida secreta –a su humildísima forma–: “Aunque advertí enseguida que mis nuevos amigos iban a tomarlo todo de mí sin poder darme nada a cambio –pues realmente no tenían nada de que yo no tuviera dos, tres, cien veces más que ellos–, la personalidad de García Lorca produjo en mí una tremenda impresión. El fenómeno poético en carne viva surgió súbitamente ante mí, vibrando con un millar de fuegos de artificio”. Eran los tiempos de la Residencia de Estudiantes, principios de 1923. Dalí, seis años menor que Lorca, acababa de llegar a Madrid. Si el Dalí adulto iba a ser una suerte de degeneración delirante del Narciso, habría que imaginarlo con 18 añitos: “A veces”, contaba, yendo con el grupo a cualquier sitio “donde yo sabía que iba a brillar Lorca como un fogoso diamante, de pronto me escapaba corriendo... Nadie ha podido nunca arrancarme el secreto de esas huidas”, añadía enigmático, “y no tengo la intención de levantar todavía el velo”.
La explicación más inmediata de tal misterio puede ser que su ego faraónico, de niño falto de atención, no pudiera soportar que alguien brillara más que él, y por eso salía corriendo. Pero tal vez la boutade escondía algo más serio. Quizás huía por otros motivos mucho más retorcidos del “fogoso diamante” andaluz.
La fascinación de Lorca no fue menor en absoluto; su dependencia, a la postre, sería mayor. Es posible que la reverberación intelectual, estética, espiritual, que encontró en el pintor catalán no la hubiera visto antes ni la encontrara luego ya, nunca, en nadie más (aunque de seguro quiso más a otros hombres posteriores; Rafael Rodríguez Rapún por ejemplo). Para alguien tan sediento de comprensión, de comunicación, a su nivel abisal de lucidez y percepción y ensueño, Salvador Dalí le debió de resultar un alma melliza con la que poder hablarlo todo, compartirlo todo, hacerlo (casi) todo.
No es necesario especular. Sólo a tres sujetos, o entidades poéticas, dedicó Lorca una oda en toda su vida: a Fray Luis de León, al Santísimo Sacramento del Altar (homenaje a Manuel de Falla), y a Salvador Dalí:
¡Oh Salvador Dalí, de voz aceitunada!
alabo tus ansias de eterno limitado...
Pero ante todo canto un común pensamiento
que nos une en las horas oscuras y doradas.
No es el Arte la luz que nos ciega los ojos.
Es primero el amor, la amistad o la esgrima.
“No es el Arte”, dice, “la luz que nos ciega los ojos”, sino “el amor, la amistad o la esgrima”: fábula y rueca de tres puntas alternándose de continuo en una relación delicadísima, en su sentido más exacto.
Ese “común pensamiento”, uniéndoles “en las horas oscuras y doradas”, llegó a su cenit en el verano de 1927. Tras conseguir estrenar en junio Mariana Pineda en Barcelona, con Margarita Xirgu, Lorca regresa a Cadaqués, invitado por la familia de Dalí. Es un mes de julio deslumbrante para él: disfruta de las playas, juega con los niños, toca la guitarra por las noches para sus anfitriones... “Las fotografías que sacó Ana María Dalí”, apunta Gibson, “muestran a un Lorca radiante de felicidad”... Y Dalí comienza por entonces varios cuadros que tienen a Lorca como centro de gravedad, su cabeza cortada, dormida o muerta sobre la arena, trasunto quizás de la performance juvenil –o psicodrama– que gustaba escenificar el escritor en torno a su propio entierro para sus amigos.
La esgrima: todo apunta a que ese verano se dio uno de los episodios en que Lorca trató de acercarse físicamente a Dalí, con el rechazo subsiguiente. Ya en Barcelona tras dejar Cadaqués, le escribe una carta cifrada de figuras surrealistas que el pintor sólo podía intuir, o no. Hacia el final, le dice a las claras: “Me he portado como un burro indecente contigo que eres lo mejor que hay para mí. A medida que pasan los minutos lo veo claro y tengo verdadero sentimiento. Pero esto sólo aumenta mi cariño por ti y mi adhesión por tu pensamiento y calidad humana...”. No deja de resultar pintoresca la ecuación: según Lorca, la vergüenza sólo hace aumentar su “cariño y adhesión” al “pensamiento y calidad humana” del amigo deseado. Tremendos juegos malabares para convertir la realidad en llamas en una especie de bando municipal.
Porque en realidad se miraban en círculos, en una danza luminosa y macabra en la que sólo él, quizás, se arriesgó a plantarse alguna vez a pecho descubierto. Imposible, por supuesto, y nada cauto, arriesgar interpretaciones quienes nada podemos decir al respecto. Pero el puzle sigue hablando sin llegar a decir del todo. Según Gibson, Dalí quedó marcado por ciertos terrores, “inculcados por su padre”, en torno a contraer enfermedades venéreas o “encontrarse impotente”. Sabemos que no frecuentaba a los hombres pero también que odiaba las formas excesivamente femeninas (si una mujer le gustaba, como Gala después, debía tener pechos pequeños, para empezar). Pero nada de esto sirve a la postre para dilucidar qué sombras se movían allá al fondo de su psique, como marionetas obsesivas, con el perfil y la sangre de Federico García Lorca.
“Tu San Sebastián de mármol”, le escribía Lorca en agosto desde el balneario de Lanjarón, en la Alpujarra, aludiendo a un código común en torno al santo que sólo ellos conocían, pero de obvias connotaciones eróticas, “se opone al mío de carne que muere en todos los momentos, y así tiene que ser”... “Alma higiénica, vives sobre mármoles nuevos. / Huyes la oscura selva de formas increíbles”, había escrito también en la mencionada oda al pintor.
De lo que Lorca está hablando, quizás, no es de naturalezas que no pueden encontrarse, sino de un terror, en la naturaleza de su íntimo adversario, que no le permite manifestar lo que en el fondo desearía. (Quizás; sólo quizás.)
Siguieron escribiéndose mucho tiempo, hablándose con el tono íntimo que sólo usarían los niños, o los amantes cómplices de muchos años (por mucha imagen surrealista que hubiera de por medio: “Yo iré a buscarte para hacerte una cura de mar”, le dice Dalí en 1928. “Será invierno y encenderemos lumbre... viviremos juntos con una máquina de retratar”. Pero ya había comenzado el distanciamiento. Y ese año, con la pérdida añadida de quien sí fue su amante, Emilio Aladrén, Lorca entraría en una de sus crisis más oscuras hasta entonces. Mucho de esto influiría en su decisión de huir a Nueva York. Pasarían siete años sin verse, poeta y pintor, estallando en direcciones distintas cada una de sus vidas inverosímiles.
Alma higiénica, Dalí. En declaraciones también recogidas por Gibson, y pronunciadas ante un periodista francés en 1966 (Lorca había sido asesinado treinta años atrás por el mismo régimen que ahora Dalí saludaba sin pudor), el pintor decía sobre su entrañable amigo: “Era pederasta, como se sabe, y estaba locamente enamorado de mí. Trató dos veces de... lo que me perturbó muchísimo...”. Seguían otras joyas verbales que no reproduciremos aquí [sólo servirían para confirmar que se puede ser un genio sublime y también un sublime gilipollas, sin incompatibilidad alguna]. Pero es muy posible, también, que toda esa parafernalia daliniana sin descanso sólo fuera una gigantesca máscara; ésa que ocultaría, como bien apuntaba Gibson, una vergüenza invencible para relacionarse de verdad con los otros.
Sí hay un par de líneas verdaderas, en su Vida secreta, referidas a esos años con Lorca:
La sombra de Maldoror se cernía sobre mi vida, y fue precisamente en ese período cuando, por la duración de un eclipse, otra sombra, la de Federico García Lorca, vino a oscurecer la virginal originalidad de mi espíritu y de mi carne.
La virginal originalidad del espíritu y de la carne de Salvador Dalí –muerto de miedo ante lo que ensucia, es decir, la vida misma– vislumbraron un reverso tenebroso, la sombra de la sombra de su psique, en Federico García Lorca:
Viste y desnuda siempre tu pincel en el aire
frente a la mar poblada con barcos y marinos.
Cadaqués, en el fiel del agua y la colina,
eleva escalinatas y oculta caracolas.
El horizonte virgen de pañuelos heridos
junta los grandes vidrios del pez y de la luna.
Hasta qué latitudes llegó la fascinación mutua entre poeta y pintor es un enigma que tampoco puede “decir su nombre”
Miguel Ángel Ortega Lucas
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