El secretario de Energía de Estados Unidos, Rick Perry, dijo el lunes en la cadena Fox que el presidente Donald Trump era un “elegido de Dios”. No es la primera vez que se escucha el dislate.
Perry, un cristiano evangélico, compartió esta convicción con el presentador de Fox News Ed Henry. Para él, la autoridad del magistrado proviene de Dios.
El miembro del actual gabinete es de esos republicanos, como Lindsey Graham, que primero vieron a Trump como una amenaza para el Partido Republicano, e incluso para el país —y en el caso de Perry el temor llevó a llamarlo un “cáncer” para la causa conservadora— y ahora le rinden pleitesía.
El apoyo a Trump de los evangélicos más a la derecha, desde el punto de vista político y social, alcanza un nivel nunca visto.
Jerry Falwell Jr. considera que con Trump “los evangélicos han encontrado el presidente soñado”.
En el caso de Falwell Jr., la fe tiene que ver más con los negocios que con la inspiración religiosa. El evangélico se ha olvidado de la campaña de su padre contra la pornografía, así como las publicaciones y películas eróticas, y se ha retrato con gusto con una portada de Playboy al fondo, en la que por supuesto aparece Trump.
En apoyo de todo este travestismo evangélico está un principio básico de las sectas cristianas, donde por lo general, y a diferencia de la apariencia —aunque no la realidad— católica, se alaba al lobo y no a la oveja.
En agosto de este año, y frente al habitual grupo de periodistas de la Casa Blanca, Trump afirmó ser “el elegido” para hacer frente a China en materia comercial. Acompañó sus palabras con una mirada dirigida al cielo.
“Soy el elegido… por eso me estoy enfrentando a China”. La afirmación del auto declarado nuevo mesías —que utiliza un término que a menudo se usa para referirse a figuras religiosas como Jesús y Mahoma— provocó todo tipo de comentarios y Trump luego apeló a uno de sus recursos predilectos: dijo que no esta haciendo en serio una referencia religiosa.
Antes ese mismo día, en una serie de tuits por la mañana, Trump se refirió al comentarista conservador y presentador radial Wayne Allyn Root —un conocido propagador de teorías conspirativas—, quien prácticamente declaró al presidente estadounidense como un nuevo “mesías” durante su programa del martes por la noche.
Citando los tuits de Root, Trump compartió el mensaje de que él era “el presidente más grande para los judíos en Israel”, y de que “el pueblo judío en Israel lo ama como el Rey de Israel” e incluso “lo aman como si fuera la segunda venida de Dios”.
“Gracias a Wayne Allyn Root por las bonitas palabras”, dijo Trump.
Por un momento, uno se pregunta por la salud mental del mandatario. Pero luego recuerda que ya con anterioridad, el secretario de Estado Mike Pompeo se había referido a Trump en iguales términos durante una visita a Israel: como el enviado por Dios para salvar al pueblo judío.
En marzo de este año, en una entrevista en Jerusalén, Chris Mitchell, del Christian Broadcast Network, le preguntó a Pompeo: “¿Podría ser que el presidente Trump en este momento haya sido elevado para un momento como este, al igual que la reina Esther, para ayudar a salvar al pueblo judío de la amenaza iraní?” (Esther es la principal heroína de la festividad judía de Purim, que se celebraba por esos días).
“Como cristiano, ciertamente creo que eso es posible”, respondió Pompeo.
Asistimos entonces a la utilización con un objetivo electoral —de forma bastante grosera, por cierto— de creencias, fantasías y nostalgias propias de un sector poblacional.
Todo ello antecede a Trump y se hace público con el movimiento Tea Party en 2009, aunque tiene sus raíces en un resentimiento que se desarrolla como contrapartida a los cambios políticos, ideológicos, culturales y demográficos que ocurren en Estados Unidos a partir de la década de 1960.
El asumir a Trump como un “enviado celestial” tiene su expresión gráfica en las ilustraciones de Jon McNaughton —cuya obra empezó a conocerse alrededor del surgimiento del Tea Party en 2009—, las cuales reflejan esos sentimientos nativistas, ultraconservadores y evangélicos: la bandera, los símbolos del poder en Washington, niños, hombres y mujeres —todos blancos— y la presencia de Jesucristo como salvador de esa “civilización blanca” en peligro y de Obama como el diablo comunista.
Más ideogramas que objetos de arte, propaganda que pintura, las ilustraciones de McNaughton están realizadas para trasmitir una ideología no solo en su contenido gráfico sino desde el título: “Una nación bajo Dios”, “El hombre olvidado”, “Separación de la Iglesia el Estado”, “Cruzando el pantano”. Son una especie de sermones visuales donde predomina el kitsch.
Nada casual que Sean Hannity adquiriera una de ellas y que las litografías abunden a la venta en internet.
Para quienes se apresten a mencionar que durante el Renacimiento italiano el arte cumplía igualmente una función de propaganda religiosa, baste señalar que la diferencia en valor artístico convierte al argumento en insulto.
Antes de la llegada de Trump a la Casa Blanca, las ilustraciones de McNaughton presentaban a la sociedad estadounidense en plena decadencia, donde los hombres —siempre blancos— habían perdido sus empleos por culpa del “socialismo” del entonces presidente Barack Obama; el establishment político en Washington se había olvidado y traicionado al “hombre común”; las minorías usurpaban las posiciones claves y los valores tradicionales y los documentos fundacionales eran pisoteados por dichos usurpadores.
Para McNaughton, la Constitución adquiría un carácter religioso, Cristo era anglosajón y el secularismo de las leyes y el gobierno era un fenómeno moderno donde los legisladores actuales expulsaban a Cristo del Senado: la fantasía del evangelismo estadounidense de instalar un poder religioso sin limitaciones en Washington.
Como parte de esta amalgama, en dichas ilustraciones aparece la necesidad de un nuevo redentor: los políticos tradicionales han abandonado las raíces cristianas y es necesario que venga alguien de afuera a restaurar el poder y la gloria.
Ese alguien, por supuesto, es el papel asumido por Donald Trump, cuyo discurso es cada día una muestra ampliada y en palabras de las fantasías visuales de McNaughton.