El Encanto, en la céntrica esquina de San Rafael y Galiano
DICIEMBRE DE MIS RECUERDOS
No sé cómo sería para los niños y adolescentes de Pinar del Río, Matanzas, Las Villas, Camagüey y Oriente, pero para quienes nacimos en La Habana, aunque uno fuera pobre, antes de 1959, el mes de diciembre era muy especial. Y no solo porque teníamos vacaciones escolares, si no por el ambiente navideño de luces y colores.
En cualquier barrio de la capital donde uno residiera, se había convertido en tradición ir por las noches hasta el centro de la ciudad, a mirar las vidrieras de las tiendas más grandes como El Encanto, Fin de Siglo, La Época, Flogar, Ultra y Los Precios Fijos, entre otras, atractivamente decoradas.
Los comerciantes aprovechaban ese interés de los habaneros para exhibir en sus vidrieras los últimos modelos de ropa femenina, masculina e infantil, también calzado, perfumes, ropa de cama, vajillas, útiles de cocina y por supuesto, juguetes, pensando ya en la proximidad del Día de los Reyes Magos, el 6 de enero.
Por lo regular, cuando uno iba a recorrer las tiendas habaneras, ya tenía una idea de lo que se iba a encontrar en sus vidrieras, porque ya a fines de noviembre o principios de diciembre, por las casas repartían, gratuitamente, catálogos impresos de los distintos establecimientos comerciales. Nací en 1942 y no recuerdo cómo eran aquellos catálogos en los 40. Pero después, en la década de 1950, traían fotos en colores, para alegría de niñas que como y estábamos acostumbradas a jugar con cuquitas (paper dolls) y nos habíamos aficionado a recortar de los anuncios la ropa que más nos gustaba y que sabíamos que nuestros padres no nos podían comprar.
Recortar y pegar, era algo que entretenía mucho, igual que las labores manuales, ya fuera coser, bordar, tejer o pintar. Se recortaba de revistas que tuvieran fotos, anuncios y láminas en colores, casi siempre eran publicaciones de Estados Unidos que antes de botarlas nos regalaban. O que en cualquier estanquillo de periódicos existentes en esquinas céntricas de La Habana se podían adquirir con monedas cubanas o estadounidenses (el dólar tenía el mismo valor que el peso cubano) como National Geographic Magazine, Life y Good Housekeeping. Había quien prefería coleccionar recetas de cocina o fotos de artistas y cantantes famosos.
En mi infancia se regalaban postales de Navidad, en español o inglés. Las postales no se botaban, se guardaban en una caja de cartón de zapatos o en una lata vacía de galletas, pero había quien prefería pegarlas en álbumes de fotos que vendían en los Ten Cents, de diferentes tamaños, tapas duras y hojas de cartulina negra. No solían pegarse con goma (la más usada era líquida y venía en unos pomitos con una tapita de goma con una abertura por donde salía el pegamento), ni con scoth tape, si no con unas esquinitas o pestañitas blancas, como las utilizadas para colocar las fotos que en cualquier quincalla vendían.
Hablando de quincallas, esas vidrieras que por lo regular se encontraban en las salas de las casas, en todos los pueblos y ciudades cubanas, también se engalanaban cuando arribaba diciembre. En ellas se podían comprar postales, pequeños regalos y juguetes, además de lápices, libretas y los artículos que habitualmente vendían.
Bodegas, carnicerías y puestos de viandas y frutas colgaban adornos navideños más o menos llamativos.
A no ser cuando fui de excursión escolar a las Cuevas de Bellamar en Matanzas y el Valle de Viñales en Pinar del Río, de La Habana apenas salía. La excepción era la provincia de Sancti Spiritus, la patria chica de mi familia materna. Durante las vacaciones de julio y agosto, mi madre y yo solíamos pasarnos un mes en la Villa del Yayabo. Recuerdo los Santiago, como los espirituanos llaman a sus carnavales, pero a Sancti Spiritus nunca fui en el mes de diciembre, no sé cómo pasaban Nochebuena y Navidad ni esperaban la llegada del nuevo año.
Me imagino que muy parecido a cómo se pasaba en La Habana, una de las seis provincias que antes de 1959 había en Cuba. Por suerte, todos los cubanos hablamos el mismo idioma y tenemos hábitos idénticos, como desayunar, almorzar y comer, bañarse diariamente y usar desodorante. Lo que variaría en diciembre en Pinar del Río, Matanzas, Las Villas, Camagüey y Oriente, sería la forma de asar el lechón o de sazonar los frijoles negros. Los postres probablemente fueran distintos, por la riqueza culinaria existente en el archipiélago cubano.
Pero de lo que estoy segura es que a los niños orientales, camagüeyanos, villaclareños, matanceros y pinareños la llegada del mes de diciembre les hacía la misma ilusión que a los habaneros, sobre todo porque después que con nuestros padres y familiares el 31 de diciembre despedíamos el año, seis días después llegaban los Reyes Magos. No todos recibían juguetes, algunos tenían la suerte de que alguna asociación benéfica se los regalara. Otros, los más pobres, ni pensaban en eso. Yo misma sabía que nuestro presupuesto doméstico no alcanzaba para comprarme muchos juguetes, por eso siempre pedía uno y barato. Aunque una vez, no sé si fue Melchor, Gaspar o Baltasar o los tres Reyes juntos, debajo de mi cama me dejaron una caja grande. Cuando la abrí, dentro había una casita de metal para armar, traía muebles y figuritas y con ella jugué mucho tiempo.
No cuento sobre como pasábamos los días de Nochebuena, Navidad y Fin de Año en Luyanó, en casa de mi abuela Matilde, la madre de mi padre, José Manuel Quintero Suárez, porque en este blog y en el mío lo pueden buscar y leer. Prefiero reproducir la carta que en 1889, hace 130 años, un soldado español destinado en Santiago de Cuba, envió a su familia en España. La copié de Cuba Material, que a su vez la copió de la página de Mónica Fraile Martínez.
Enero de 1889 Santiago de Cuba
Después de saludarles, me alegra se hallen buenos en compañía de mis hermanos y de toda la familia. Yo estoy bueno a Dios gracias para lo que gusten mandar que lo haré con mucho gusto y fina voluntad.
Padres, les voy a contar cómo he pasado esta Nochebuena que ha sido la mejor de mi vida porque he tenido de todo lo que puedan imaginar. ¡En Nochebuena mataron una vaca para el batallón!
De primero nos sirvieron un guisao de carne de ternera. Luego carne asada de tostones acompañada de castañas, nueces, avellanas y turrón. ¡Fue increíble!
Además asistieron todos los oficiales a la mesa. ¡Pueden creerlo! Supieron que nos faltaba vino y no dudaron en echarlo ellos mismos en nuestros vasos. Un oficial se sirvió un vaso para él, después otro para mí y entonces me dijo: “Choque usted ese vaso” Y brindamos.
En fin, me he acordado mucho de Ustedes pero no se preocupen, he pasado unas buenas fiestas a Dios gracias.
La noche de Los Santos también estuve contento, como si hubiera estado en casa. ¿Saben? Aquí no hay que tener pena, al que se muere lo entierran y ese día hay rancho para todos. Tampoco falta el pan, como si siempre hubiese una gran cosecha.
Madre, le cuento. Aquí las mujeres son muy negras. Al principio, me daban miedo porque iban fumando el puro por la calle como si fueran hombres.
Padres, me mandan a decir si a alguno le ha tocado para Cuba o para la península.
Sin otra cosa, expresiones para mis abuelos y para toda la familia, en particular para mis hermanos que les quiero de corazón. Ustedes reciban el afecto de este su hijo que lo es.
Batallón Casadores de la Unión Nº2 1ª Compañía. En Santiago de Cuba
Ojalá en algún archivo o museo cubano se conserve alguna carta o anécdota de cómo los mambises pasaban el mes de diciembre, si celebraban la Navidad (puercos jíbaros y jutías congas no les deben haber faltado, tampoco yuca, ñame, malanga y boniato) y si en la noche del 31 de diciembre, al nuevo año le pedían que se acabara la guerra y Cuba se independizara del colonialismo español.
Volviendo a La Habana. Al ser una festividad cristiana, se fuera creyente o no, valía la pena entrar a cualquiera de las muchas iglesias que había en la capital -y en el resto del país- y ver los nacimientos o belenes, unos más grandes que otros, pero que encerraban un misterio y atractivo especial para adultos y menores.
Después de cenar el 24 de diciembre, las familias católicas iban a la iglesia más cercana, para asistir a la Misa del Gallo, que antes se celebraba a las 12 de la noche, pero hoy suele hacerse a las 10, incluso antes, a las 8.
Pero si algo no olvido es que a partir del 20 de diciembre, el olor a lechón asado se esparcía por todo El Pilar, mi barrio que antes y ahora sigue perteneciendo al municipio Cerro. El olor provenía de las panaderías que cuatro días antes de la cena de Nochebuena, en sus hornos de leña empezaban a asar puercos enteros que les llevaban las familias y los que aprovechaban la efemérides navideña para vender en quioscos y timbiriches, pan de flauta con masas, gorditos y pellejitos tostados de lechón asado, al cual le añadían mojo de naranja agria, ajo y cebolla y, si el cliente lo pedía, echaban un aliño preparado con vinagre y ajicitos criollos picantes.
El mes de diciembre de 1958 fue distinto a los vividos en mi infancia y adolescencia. La situación política era muy tensa y en cualquier momento podía estallar, como finalmente estalló, el 1 de enero de 1959, con la huida del dictador Fulgencio Batista y el triunfo del Ejército Rebelde que comandado por Fidel Castro entró en La Habana una semana después. Los habaneros salieron a las calles a celebrar lo que parecía el inicio de una revolución que democratizaría a Cuba y todos los cubanos pudieran tener libertad y bienestar personal.
Eso no ocurrió. Pero como dice el refrán, «la esperanza es lo último que se pierde».
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