Aunque nací y crecí en California, Cuba siempre ha estado en mi corazón. Crecí escuchando historias de cómo mi familia se anotaba en listas de espera y concursaba en loterías con la esperanza de obtener el permiso para abandonar la isla en los años sesenta. Otros se fueron en botes y balsas en los años ochenta y noventa. Mi madre y mi abuela me impregnaron un profundo sentido de identidad cubana por lo que, naturalmente, siempre gravité hacia la isla.
Visité Cuba de adolescente, pasé allí algunas vacaciones cuando tenía veintitantos años y tomé fotografías. En 2014, estuve allí durante un periodo de seis meses para documentar las reformas económicas bajo el mandato de Raúl Castro, cuando Estados Unidos y Cuba anunciaron la reanudación de las relaciones. Era el inicio de una nueva era en Cuba, y un momento muy emocionante para estar allí. Así que decidí quedarme.
Con el tiempo, empecé a documentar otra realidad: una de las mayores oleadas de migración cubana en la historia.
La mejora en las relaciones con Estados Unidos dio inicio a una era de esperanza y prosperidad. Las reformas del mercado, junto con la afluencia de visitantes estadounidenses, condujeron a un considerable, aunque aún regulado, auge del sector privado del que algunos cubanos se beneficiaron. Sin embargo, en realidad, la mayoría estaba luchando por sobrevivir y la gente se sentía frustrada. Mientras el mundo presenciaba la transformación de la isla, los cubanos huyeron en silencio: más de 43.000 lo hicieron solo en 2015.
En esta ocasión, los cubanos estaban tomando el camino largo por tierra, desde países como Guyana, que permite a los cubanos ingresar al país sin visa. El viaje, comúnmente llamado “la travesía”, o el cruce, impactó a prácticamente todos en la isla. Estuve pendiente de mi primo y su pareja a través de Facebook cuando realizaron el viaje de varios meses desde la capital de Ecuador, Quito, a Estados Unidos en 2015. Como muchas otras personas, cuyos seres queridos realizaban esta travesía, esperé fervientemente a que lograran llegar a su destino a salvo.
Ese mismo año conocí a Marta Amaro a través de Mita, una mujer que había conocido en una carrera de velocidad ilegal en el parque Lenin de La Habana. Amaro, de 51 años y madre de tres, vivía en Las Yaguas, un barrio a las afueras de la ciudad. Vendía platillos cocinados en su casa y ganaba apenas lo justo para comprarle alimentos a su familia y cigarrillos para el día. Amaro me contó que había planeado irse junto con una amiga del vecindario, Liset Barrios.
En un país donde ni la educación ni el empleo pueden garantizar un salario digno, hombres y mujeres jóvenes han optado por el trabajo sexual. Barrios, de 24 años, cuidó a su madre, quien es epiléptica, con el dinero en efectivo que traía a casa. Sin embargo, la naturaleza ilegal de su trabajo la hacía sentir atrapada.
Logré conocer a Amaro y Barrios en el momento en el que elaboraban su plan para irse. Ambas querían aprovechar la política de “pies secos, pies mojados”, el nombre informal de la revisión de 1995 de la Ley de Ajuste Cubano de 1966, que le daba a los cubanos que tocaban suelo estadounidense el derecho automático de establecerse allí, mientras que los que eran interceptados en el mar eran enviados de vuelta a la isla. Ambas temían que esta política terminara con la reapertura de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos durante el gobierno de Barack Obama.
El 13 de mayo de 2016, abordaron un vuelo a Georgetown, Guyana. No tenían un plan más allá de eso, solo el nombre de un coyote escrito en garabatos en un pedazo de papel que llevaban escondido en sus pasaportes. Me hice pasar por migrante cubana y pagué para que me sacaran junto con ellas para documentar su travesía.
Desde Guyana, cruzaron a Brasil en una canoa, tras 18 horas de recorrido a bordo de una camioneta todoterreno. Fueron detenidas por oficiales de migración en una inspección de rutina en Perú, pero Barrios cautivó al oficial y las dejaron ir. En el norte de Colombia, atravesaron el golfo de Urabá, parte del mar Caribe, en un bote pesquero destartalado cuyo motor falló repetidas veces en mar abierto.
Pasaron seis días caminando en el Tapón del Darién, una selva sin carreteras en la frontera entre Panamá y Colombia. Amaro sufrió una herida en la pierna y varias veces tuvo que subir las colinas fangosas gateando. Atravesaron Panamá en autobuses, pasaron de contrabando a Costa Rica con la ayuda de un coyote de cabello azul y luego tomaron caminos separados.
Me quedé con Barrios, quien caminó a través de los bosques de Nicaragua junto a otros inmigrantes de Cuba, Somalia y Nepal. Llegamos a la frontera de Estados Unidos 51 días después de salir de La Habana. Amaro lograría cruzar a Laredo, Texas, doce días después.
Ese año, más de 56.000 cubanos entraron a Estados Unidos, principalmente por la frontera con México. Al final, habían tenido razón: el presidente Obama eliminó la política de “pies secos, pies mojados” justo antes de culminar su mandato, en 2017, seis meses después de que Amaro y Barrios lograran entrar a Estados Unidos. Ellas fueron de las últimas cubanas en migrar durante las más de dos décadas en las que los cubanos tuvieron este privilegio.
Los esfuerzos por disminuir la migración hacia Estados Unidos han dejado a muchos inmigrantes cubanos varados a lo largo de la frontera con México. De acuerdo con el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos, más de 21.000 cubanos fueron detenidos en la frontera y 1179 fueron arrestados dentro del país durante el año fiscal 2019, comparado con los 463 del año fiscal anterior, un incremento del 600 por ciento.
Barrios trabaja en un club de desnudistas en Austin, Texas, donde reside. Amaro vive en Nueva Jersey y tiene trabajos temporales en fábricas y restaurantes de comida rápida. A diferencia de otros inmigrantes sin visas para entrar a Estados Unidos, ellas tuvieron el derecho de obtener la residencia permanente y viajar con frecuencia a Cuba.
Han pasado cinco años desde que Obama anunció la flexibilización de las restricciones en las remesas y los viajes a Cuba. Sin embargo, la tregua duró poco. La economía de la isla está tambaleando, en gran medida porque el apoyo de Venezuela ha disminuido y el gobierno de Trump ha restablecido las sanciones. Las oportunidades para el intercambio cultural, los negocios y los viajes se han esfumado. Los cubanos se esfuerzan para crear arte y poner comida en la mesa, pero, por ahora, la esperanza de un mejor futuro se ha desvanecido.
Amaro y Barrios no eran inmigrantes que huían de la violencia y la guerra. Ellas arriesgaron sus vidas en búsqueda del sueño americano y la oportunidad de ayudar a los que dejaron atrás. Para aquellos cuyos seres queridos han emigrado, como los míos y los de muchos otros, ellas forman parte de las personas amorosas e imperfectas a las que consideramos familia.