A pesar del mito, daba largos paseos por Manhattan y siguió disfrutando de cierta vida social. Como todo el mundo sabe, con 35 años se había retirado del cine para comenzar una nueva vida de anacoreta en Nueva York.
UNA ESFINGE EN LA GRAN MANZANA:
EL RETIRO NEOYORQUINO DE GRETA GARBO, LA RECLUSA MÁS FAMOSA DEL SIGLO XX
En los años ochenta, uno todavía podía encontrarse a Greta Garbo deambulando por las calles de Nueva York. Por entonces, habían pasado más de cuarenta años desde el estreno de su última película -La mujer de las dos caras- y costaba trabajo reconocer a la mujer de cabellos grises en la que se había convertido “La Divina”. Algunos extraños, sin embargo, sabían por las revistas qué aspecto presentaba ahora y terminaban acercándose a ella. “¿Eres quien creo que eres?”, le preguntaban muchos. “No”, contestaba Greta Garbo llevándose el dedo índice a los labios. “Shhh”. Tampoco la pregunta de que a dónde iba servía para hacer a la esfinge revelar su secreto. “No lo sé. Camino. Eso es lo que hago. Camino”, le contestó en una ocasión al actor Jack Larson. Y era verdad.
Como todo el mundo sabe, con 35 años se había retirado del cine para comenzar una nueva vida de anacoreta en Nueva York. Vivía en un enorme apartamento con una vista al East River que le recordaba a su Estocolmo natal, y allí su famoso deseo de que le dejaran estar sola se había hecho realidad hasta tal punto que entre sus vecinos regía la norma no escrita de evitar su mirada cuando se la encontraban en el edificio. Era alérgica a la curiosidad que los demás tenían de ella: cuando en los años cincuenta un periodista británico del diario The Daily Mail se la encontró y, con la intención de entrevistarla, empezó a decirle “Me estaba preguntando…”, ella le cortó diciendo “¿Por qué preguntarse nada?” y se marchó. La reclusa más famosa del siglo XX, sin embargo, no siempre se confinaba en su apartamento, y mientras las fuerzas se lo permitieron había días que caminaba hasta 17 kilómetros.
Lo hacía a paso ligero, escondida tras sus gafas de sol, y muchas veces se limitaba a seguir la dirección que llevaba la persona que iba delante suyo. “No podría sobrevivir aquí si no caminara. No podría estar veinticuatro horas en este apartamento”, le dijo en una ocasión a un conocido. “Salgo y miro a los seres humanos. A la gente la polución le está matando. Todos están pálidos y arrugados. Me miro en el espejo y me pregunto, ‘¿Tú también estás así?’ Y tengo que contestar: Sí”. Otras veces, incluso iba a restaurantes de moda, donde pedía que le dieran la peor mesa, aunque lo habitual era que se fuera de compras a las galerías de arte de Madison Avenue. El coleccionismo de cuadros era su manera favorita de gastarse la fortuna que había amasado durante sus años en Hollywood: en su apartamento tenía pinturas de Renoir, de Pierre Bonnard, de Robert Delaunay…
En cuanto a su vida social, siguió frecuentando a amigos como el fotógrafo Cecil Beaton, uno de sus novios de juventud, o la baronesa Cecile de Rothschild, con quien solía hacer viajes a Europa protegida con distintos seudónimos: Jane Smith, Joan Gustafsson, Harriet Brown. Un verano, también disfrutó del yate de Aristóteles Onassis con su amiga Jacky Kennedy, quien en sus últimos años de vida intentó convencerla -no tuvo éxito- para que escribiera sus memorias en la editorial Doubleday, donde Jackie trabajaba. En 1963, Garbo incluso aceptó asistir a una cena secreta en la Casa Blanca con el presidente John F. Kennedy y su esposa. Lo normal sin embargo era que rechazara cualquier invitación que le hicieran. “¿Cómo voy a saber si tendré hambre el lunes?”, le contestó una vez al letrista Howard Dietz cuando este le propuso ir a cenar ese día de la semana.
Tampoco sabía Garbo qué le veía de especial la gente. “Nací. Tuve una madre y un padre. Viví en una casa. Crecí como cualquier persona”, había declarado a una revista en 1938. “¿Qué importa?”.
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