No sé ustedes, pero yo me siento cada vez más como si todos estuviéramos atrapados en el Titanic, excepto que esta vez, el capitán es un loco que insiste en dirigirse directamente al iceberg. Y su tripulación es demasiado cobarde para contradecirlo, mucho menos para amotinarse y salvar a los pasajeros.
Hace un mes todavía era posible esperar que la presión de Donald Trump y los gobernadores trumpistas de los estados de la región del Cinturón del Sol para relajar el distanciamiento social y reabrir negocios como restaurantes y bares (aunque no cumplíamos con ninguno de los criterios para hacerlo de forma segura) no daría como resultado una completa catástrofe.
Sin embargo, a estas alturas está claro que todo lo que los expertos advirtieron que era probable que ocurriera, está ocurriendo. Los nuevos casos diarios de COVID-19 son dos veces y media más elevados que a principios de junio y aumentan con rapidez. Los hospitales en los estados que se apresuraron a abrir están bajo una presión terrible. Las cifras totales de las muertes en todo el país siguen disminuyendo gracias a que la enfermedad ha cedido en el noreste, pero están aumentando en el Cinturón del Sol y, casi es una certeza que lo peor está por venir.
Un presidente y un partido político normales estarían horrorizados ante cómo se han desarrollado las cosas. Se darían cuenta de que tomaron una mala decisión y de que es momento de corregir el rumbo por completo; empezarían por tomar en serio las advertencias de los expertos de salud.
Pero Trump, quien comenzó su presidencia despotricando de manera sensacionalista y cuestionable sobre la “carnicería estadounidense”, parece no inmutarse ante el número de víctimas de una pandemia que casi seguramente acabará matando a más estadounidenses de los que fueron asesinados durante toda la década pasada. Y además está redoblando su rechazo a la pericia, ya que esta semana exigió la reapertura total de las escuelas pese a los lineamientos existentes.
Ah y sigue sin pedirles a los estadounidenses que se protejan unos a otros mediante el uso de cubrebocas o poniendo el ejemplo usando uno.
¿Cómo podemos entender la respuesta patológicamente inepta de Trump al coronavirus? Hay un núcleo subyacente de cinismo total: evidentemente, ni a Trump ni a su círculo les importa mucho cuántos estadounidenses mueran o sufran daños perdurables a causa de la COVID-19, siempre y cuando la política trabaje a su favor. Pero este cinismo está envuelto en múltiples capas de delirio.
Por un lado, está claro que los trumpistas todavía no pueden aceptar que esto de verdad está sucediendo.
Hasta principios de 2020, Trump llevó una vida política color de rosa. Todos sus predecesores recientes tuvieron que lidiar con algún tipo de desafío externo durante sus primeros tres años. Barack Obama heredó una economía destrozada por una crisis financiera. Independientemente de lo que piensen de su respuesta, George W. Bush se enfrentó al 11-S. Bill Clinton se enfrentó a un desempleo obstinadamente alto. Trump, en cambio, heredó una nación en paz y que pasaba por una larga expansión económica que continuó, sin ningún cambio visible en la tendencia, después de que asumió el cargo.
Luego llegó la COVID-19. Otro presidente habría visto la pandemia como una crisis que enfrentar. Sin embargo, parece que ese pensamiento nunca cruzó por la mente de Trump. En lugar de enfrentar la crisis, ha pasado los últimos cinco meses tratando de llevarnos de vuelta a donde estábamos en febrero, cuando estaba sentado en un tren en movimiento y fingía que lo conducía.
Por otra parte, esto ayuda a explicar su extraña aversión a los cubrebocas: le recuerdan a la gente que estamos en medio de una pandemia, que es algo que quiere que todos olvidemos. Desafortunadamente para él, y para el resto de nosotros, el pensamiento positivo no hará desaparecer el virus.
Sin embargo, ahí es donde entra en juego la segunda capa de delirio. A estas alturas está claro que la decisión cínica de sacrificar vidas estadounidenses para sacar ventaja política está fracasando incluso por sí misma. La prisa por reabrir sí produjo grandes ganancias en mayo y principios de junio, pero es evidente que los electores no se impresionaron; las encuestas del presidente no dejaron de empeorar. Este año, no se trata de la economía, tonto, sino del virus.