“Sé que más allá de la muerte / está la muerte, / sé que más acá de la vida / está la estafa. / Sé que no existe el consuelo / que no existe la anhelada tierra de mis sueños / ni la desgarrada visión de nuestros héroes”
Reinaldo Arenas, ‘Introducción del símbolo de la fe’
Recuerdo atravesar la Rampa, hace casi veinte años, con la camisa fresca de corrientes y de lavandería habanera, provista mi memoria urgente de la inmediata herida emocional que provenía del cosmos literario de un difunto ignoto, celebrado irregularmente en las afueras.
Era aquella una ciudad estrepitosa, palpitando a espaldas de la obra mayúscula de uno de sus excluidos –el poeta de turbias Aguas Claras; el narrador mitológico de disidencias y anatemas–. La Avenida 23, otrora feudo de excesos y delicias nocturnas, amanecía adulterada, intoxicada con la hedionda estirilización que huele a nesciencia e hidrocarburo.
Hacía ya una década que Reinaldo Arenas había rubricado su obra última, decidido, antes que anochezca, a fugar el verbo barbitúrico hacia otras geografías místicas, legando, a espaldas de sus compatriotas, el combate sempiterno de su literatura. Una tarea resistente y adversa; un autor a la contra.
“Ahora me comen. / Ahora siento cómo suben y me tiran de las uñas. / Oigo su roer llegarme hasta los testículos. / Tierra, me echan tierra / y piedra / que me cubre. / Me aplastan y vituperan / repitiendo no sé qué aberrante resolución que me atañe. / Me han sepultado / Han danzado sobre mí / Han apisonado bien el suelo. / Se han ido, se han ido dejándome bien muerto y enterrado. / Este es mi momento”
Reinaldo Arenas, ‘Voluntad de vivir manifestándose’
Y se cumple ahora, hoy mismo, el trigésimo aniversario de su éxodo definitivo, tras una biografía mancillada por el delirio insecticida del castrismo, que trasmutó a aquel infante Celestino en una sempiterna sombra condenada a vagar antes del alba para esconder la prosa.
Subido, así, a la loma del ángel, Arenas reinventa el costumbrismo de sus ancestros y asoma la palabra rutilante hacia un nuevo jardín de las delicias, en el que dejar atrás el eco acuoso de la prisión del Morro y navegar otra vez el mar sobre la cubierta de un Mariel henchido de nuevos horizontes y aedadas discordias.
Reinaldo “Arinas” desembarca, al fin, la vieja Rosa subversiva sobre el rosa horizontal de la Florida, rumbo a aquella cocina del infierno de Manhattan, narcótica, libre y gay, en la que dejar de ser un intruso y entregarse, así, a la voluntad de vivir manifestándose.
“Te he buscado en la noche milenaria / que devoró a Kant y a Marco Bruno, / en el mar y su furia legendaria, / en la Biblia y hasta en un son montuno. / Debo confesar que te he soñado / en la confusión de vastos urinarios, / en el callejón con su horror desamparado, / en un parque y en cien mil balnearios”
Reinaldo Arenas, ‘Desde el infierno’
Un averno de brea, hormigón y madrugada en el que acomodar la lluvia de “cuerpos extraños, hermosos y nefastos”. Un abismo de ausencias, liberación y abandono –victoria secular, inmunodeficiencia y derrota– sobre el que edificar el llanto del humanismo/compromiso de Reinaldo, descansando entre somníferos y whisky para que, lejana, le sobreviva –lúcida, marginal y sicalíptica– la umbría magnitud de su epitafio.
“No quiso ceremonia, discurso, duelo o grito, / ni un túmulo de arena donde reposase el esqueleto / (ni después de muerto quiso vivir quieto). / Ordenó que sus cenizas fueran lanzadas al mar / donde habrán de fluir constantemente. / No ha perdido la costumbre de soñar: / espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente”
Extracto de ‘Autoepitafio de Reinaldo Arenas’
"Al morir Reinaldo Arenas dejó varias copias de esta carta destinada a algunos de sus amigos:
Queridos amigos: debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al
no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida. En los últimos años, aunque me sentía muy enfermo, he podido terminar mi obra literaria, en la cual he trabajado por casi treinta años. Les dejo pues como legado todos mis terrores, pero también la esperanza de que pronto Cuba será libre. Me siento satisfecho con haber podido contribuir aunque modestamente al triunfo de esa libertad. Pongo fin a mi vida voluntariamente porque no puedo seguir trabajando.
Ninguna de las personas que me rodean están comprometidas en esta decisión. Sólo hay un responsable: Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país. Al pueblo cubano tanto en el exilio como en la Isla los exhorto a que sigan luchando por la libertad. Mi mensaje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza.
Cuba será libre. Yo ya lo soy.