Por Jorge Luis Rodríguez Reyes
Reinaldo Arenas sustrajo su cuerpo al comunismo cubano. Cada gobierno totalitario tiene sus maneras de adocenar, de hipnotizar a todo un pueblo. Pero desde esa masa de ovejas siempre alguna levanta el cogote; logra juntar valor y rebelarse.
Hay muchas clases de rebelión, y en la del cuerpo el escritor Reinaldo Arenas fue un maestro: esa manera de blandirlo como último recurso de encorvarse. Hoy hace 30 años que se suicidó. Aquella vez, en Nueva York, también decidió hacer con su cuerpo lo que quiso.
Ese fatídico día dejó una breve carta, su nota de suicidio, que culpaba a Castro de ese acto: «Sólo hay un responsable: Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país.»
Treinta años después poco ha cambiado o ha cambiado mucho para no cambiar nada.
Desde su natal Holguín recaló en La Habana. Él, casi analfabeto, pero con su talento natural logró llamar la atención, entre otros, del poeta Eliseo Diego, que le ayudó a encontrar una voz que resultó una de las voces más originales de la literatura cubana.
En esa Habana revolucionaria, plagada de escuchas, vigilantes, donde todo el mundo estaba bajo la sospecha, el desembarco de esta otra clase de joven rebelde acentuó las contradicciones entre las estructuras de control cultural y la propia expresión artística, que a menudo pasa por lo corporal. En Cuba, esa materia carburante explota más o menos cada década.
De ahí las purgas cíclicas. La artimaña quirúrgica para extirpar del cuerpo de la nación —para ellos el cuerpo de la Revolución— ese cáncer de la libertad creativa, esa enfermedad de la rebelión que no cabe dentro de los manuales procesales de los funcionarios cubanos.
En el año 80, durante el éxodo del Mariel, Reinaldo logró hurtar el cuerpo al sistema. Solo cambiando el nombre a ese cuerpo, una vocal apenas, llamándolo Arinas, escapa de una isla de la que nunca, como todo exiliado, lograría librarse.
Ya había publicado dos de sus libros más importantes: Celestino antes del alba, en Cuba, que le posibilitó reconocimiento entre sus colegas, y quizá su mejor obra, El mundo alucinante, publicada fuera de la isla, primero en Francia y luego en México, debido a la censura por sus pasajes homoeróticos.
Dos años estuvo preso en la cárcel de Morro, esa cárcel donde se encerró y fusiló a disidentes desde la Colonia. Allí se agrió mucho más la vida de Arenas, y se acrecentó su rencor. Un rencor que logró canalizar a través de su escritura y de su cuerpo, muchas veces disfrazándolo de uno de sus propios personajes, llenos de hipérboles, tal como leemos en su aclamada autobiografía Antes que anochezca.
Alguna vez se presentó a sí mismo y nos dijo: «Soy una persona disidente en todos los sentidos, como aquí se dice, porque no soy religioso, soy homosexual y a la vez soy anticastrista, es decir creo que reúno todas las condiciones para que nunca se me publique un libro y para vivir al margen de toda sociedad en cualquier lugar del mundo.»