FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS
Pensamos en el beso, sobre todo, como una expresión sublime de amor y romanticismo. Verlaine lo definió en uno de sus versos como “rosa trémula del jardín de las caricias”, una forma magistral de captar la magia de un instante que poco tiene que ver con la frialdad de un enunciado médico. Henry Gibbons, un doctor del siglo XIX, no veía más que una “yuxtaposición anatómica de dos músculos orbiculares en estado de contracción”. Se dice, en cambio, que el primer beso que damos nunca se olvida y que no se da con la boca, sino con la mirada.
Pero lo cierto es que el gesto posee una pluralidad de significados, como ya nos explicaba el famoso pasodoble titulado, sí, El beso: “Me puede usted besar en la mano, / me puede dar / un beso de hermano. / Así me besará / cuanto quiera. / Pero un beso de amor / no se lo doy a cualquiera”.
La letra de este tema distingue entre el acto de cortesía, la manifestación de un sentimiento fraterno y el enamoramiento. Existen, por supuesto, muchas otras posibilidades. En el Nuevo Testamento, el beso de Judas simboliza la traición de uno de los doce apóstoles a Jesucristo. Entre la mafia, el beso de la muerte posee un nombre tan expresivo que sobran las explicaciones, aunque resulta difícil saber si de verdad es una costumbre de los delincuentes, antes de proceder a una ejecución, o una invención de la literatura y el cine.
Tendemos a suponer que besar es un impulso que surge de la naturaleza humana, pero está lejos de constituir un idioma universal. Los datos de la antropología muestran que se trata de una práctica marcada por la cultura, no por la biología. El beso, tal como se concibe en Occidente, no existía en América, África u Oceanía.
Las cosas algo han cambiado, pero en el Asia oriental sigue siendo poco común ver besos en espacios públicos. En los no tan lejanos años noventa, un artículo del Diario del Obrero de Pekín mostraba su repugnancia al respecto: “Los invasivos europeos trajeron el hábito del beso a China, pero se considera una práctica vulgar que recuerda enormemente al canibalismo”.
Entre algunos pueblos el beso se considera tanto o más íntimo que el acto sexual. No es preciso salir de la cultura occidental ni adentrarse en terrenos rebuscados. Cualquiera que haya visto Pretty Woman sabe que nos hallamos ante algo de especial alcance: el personaje interpretado por Julia Roberts hace lo que piden sus clientes con una sola limitación, no besa bajo ningún concepto. Hasta que el que encarna Richard Gere la hace cambiar de opinión, quién sabe por qué.
El “origen” documentado
La muestra más antigua conocida de un beso en sentido sexual se localiza en India hacia 1500 a. C. En la literatura hindú, su práctica puede rastrearse en el Mahabharata, gran poema épico del siglo III a. C., y, cómo no, en el Kamasutra, el celebérrimo tratado sobre las artes amatorias, donde se recogen 22 tipos de besos.
Según una teoría, el hábito se habría extendido desde el subcontinente asiático hasta Europa gracias a las tropas de Alejandro Magno, que alcanzaron aquellas remotas latitudes tras conquistar el Imperio persa.
Los romanos, por su parte, poseían tres palabras distintas para otras tantas modalidades de beso. El osculum tenía un sentido protocolario, el basium se empleaba en las relaciones de amistad y el suavium en las estrictamente amorosas.
El suavium, en la literatura latina, se halla presente en obras literarias como los poemas de Catulo. Este, en unos versos célebres, se dirige a su amante, Lesbia, para que le bese mil, cien, dos mil veces, tantas que al final ambos pierdan la cuenta. Los dos deben ser generosos con las muestras de cariño porque la vida es breve...
Los besos medievales
Ya en la Edad Media, el beso en la mano constituía un símbolo que rubricaba la relación feudal entre el vasallo y el señor. También era la forma de dar la paz en la liturgia de la misa cristiana. Y servía, asimismo, en las transacciones legales. Una persona besaba su firma, una X, en señal de la buena fe con la que se proponía llevar a la práctica un contrato.
La mencionada letra remitía tanto al apóstol san Andrés como a la cruz de Cristo. Estas referencias religiosas debían inspirar el exacto cumplimiento del acuerdo. Parece que este es el origen del uso, en la actualidad, de la X como sinónimo de la unión de los labios de dos individuos. La expresión “sellado con un beso” vendría igualmente de aquí.
Se ha dicho que, en los siglos medievales, por influencia del cristianismo, el beso erótico cayó en desuso, pero esta teoría no se corresponde con los datos comprobables. El historiador Robert Fossier, por ejemplo, habla de su existencia como instrumento de placer entre los amantes. El filósofo Pedro Abelardo, tras mantener una relación ilícita con Eloísa, su discípula, reconoció que ambos, en las clases, intercambiaban más besos que ideas sabias.
La magia de un beso
En el siglo XVIII, el Rococó, ese estilo lleno de gracia y ligereza, presentó a los amantes besándose en pinturas llenas de sensualidad, como las de Jean-Honoré Fragonard. Por su parte, el alemán Adolph Knigge, autor de un tratado sobre buenas maneras, recomendaba no besar a todo el mundo: debía reservarse a los seres queridos.
La mayor o menor efusividad, en cualquier caso, era una cuestión cultural. Mientras en París el acto de besar era, simplemente, indicativo de una buena educación, en España o Italia se interpretaba como el inicio de un adulterio.
El Romanticismo iba a significar la revalorización de una práctica a la que se atribuían poderes mágicos. En la versión de los hermanos Grimm del cuento de La bella durmiente, la princesa despierta del encantamiento gracias al beso del príncipe. No obstante, lo que se podía hacer en la ficción no estaba permitido en la vida real, en la que había que guardar determinadas expresiones de amor para los instantes de intimidad.
Besos de película y televisión
Con la difusión de los medios de comunicación de masas, sobre todo del cine, el beso en público se normalizó hasta ser aceptado socialmente. Escenas sensuales como las de Vivien Leigh y Clark Gable en Lo que el viento se llevó o el momento tórrido de Burt Lancaster y Deborah Kerr en De aquí a la eternidad marcaron a los espectadores. Por algo todavía hablamos de “un beso de película”.
Determinados tabúes, pues, tenían sus días contados. La gente seguía el modelo de la gran pantalla, no el de los viejos predicadores. Ya en los sesenta, la denominada “revolución sexual”, en Occidente, representará un paso decisivo en la consideración del beso como un acto natural que no había por qué esconder. Pronto se volvería tan corriente que dejó de ser visto como una ofensa a la moral pública.
Y nos plantamos en la actualidad, en que besar lo mismo puede cobrar un cariz reivindicativo, por ejemplo como manifestación de protesta del movimiento LGBTI en demanda de la igualdad de derechos, que tener un sentido lúdico, caso de este Día Internacional del Beso. Hay quienes han llegado a protagonizar uno de cincuenta y ocho horas (reto organizado por un programa de televisión, por supuesto)...
No hace falta ir tan lejos para obtener los excelentes resultados constatados por la ciencia médica, que ha encontrado en los besos regulares un instrumento eficaz para luchar contra el estrés y la depresión.