El régimen comunista no acepta que hubo y continuará habiendo protestas en Cuba. Las llaman “disturbios” y quieren imponer al mundo esa distorsión narrativa donde los cubanos que disienten, que se oponen y que reclaman libertades apenas son una cuadrilla de “delincuentes” y “confundidos”.
En lo personal, si no hubiera más opción que escoger entre ambas injurias, me ofende menos cuando el régimen nos califica como “delincuentes” que como “tontos”, porque, a fin de cuentas, eso es lo que dicen cuando insisten en llamar “confusión” al hartazgo.
Es tan irritante y ofensivo como lo de hacerle creer al mundo (tan a gusto con la “utopía revolucionaria” que admiran, aunque de lejos y con las barrigas llenas) que la crisis política en Cuba se superará con la entrega “gratis” de tres libras de arroz, más una lata de carne rusa ¡fabricada en 2017!
Pero aunque, en cuanto a “delincuente”, se trata de la cansina criminalización de aquel o aquello que se les opone, igual me remite con satisfacción a la etimología de la palabra.
“Delincuente” proviene del latín delinquentis, derivación del verbo delinquere, que significa “dejar de cumplir una norma por abandono”. Así, las decenas de miles que alguna vez tuvieron el coraje de echarse a la calle para reclamar libertades, más los millones que han decidido emigrar o que fueron obligados a exiliarse, incluso las multitudes que han optado por quedarse aquí y desobedecer en silencio son en efecto personas que han dejado de acatar una orden por abandono o por rebeldía.
Visto de ese modo, somos una nación con una “mayoría delincuencial”, y hasta se llega a sentir orgullo estar bajo un término que en boca de los comunistas cubanos intenta ser peyorativo. Pero no alcanza a serlo porque nos llega de donde no habría honor ni satisfacción en ser calificados de una manera “mejor”, y de donde cualquier palabra y gesto de elogio deberán ser entendidos como un aviso de que vamos torciendo el camino que nos lleva a convertirnos en hombres y mujeres más justos y dignos.
De modo que, en nuestro contexto peculiar, donde una dictadura intenta descalificar todo cuanto no comulgue con ella, el “delincuente” es el sujeto que se resiste o se rebela frente a los atropellos y, en consecuencia, es sinónimo de dignidad.
También, en nuestras circunstancias, el terminar marcados por el discurso oficialista ya no tanto como “delincuentes” sino apenas como “marginales” mueve a la satisfacción en tanto el poder, por su naturaleza contradictoria, reconoce como “renegada” a esa parte de la sociedad que se resiste a caer o quedar atrapada en el maligno y miserable sistema de prebendas y chantajes de los comunistas.
“Marginal” y “delincuente” son entonces para el régimen aquellos sujetos que no se integran a ese “pacto” mafioso donde “fidelidad” es directamente proporcional al miedo, la mediocridad, el oportunismo.
“Marginal” y “delincuente” son además, por sobre todas las cosas, quienes han descubierto a tiempo que el principal problema no radica en que el “sistema” no funcione y que las riendas del poder estén en manos de una pandilla de ineptos sino en algo mucho peor. Porque en realidad esta cosa rara, más parecida a una secta oscurantista que a un sistema político, jamás fue diseñada para integrarnos a todos en igualdad de condiciones sino apenas para hacernos “girar” (hasta marearnos, y confundirnos) en torno a una casta, esa misma que en la Constitución se autoproclama como ente superior de la sociedad cubana, inamovible e infalible.
No se pudiera ser más pretensioso y ridículo que los comunistas cubanos pero tampoco se puede cometer el error de subestimarlos. Muchos menos en sus habilidades para enquistarse en el poder y para sembrar en los grandes medios (también en las academias e instituciones norteamericanas y europeas, “secuestradas” por sus agentes de influencia) su propia y conveniente narrativa, con toda la “confusión” que provoca su “glosario” de términos y frases, en donde, por poner los ejemplos más inmediatos, “Cuba” se reduce a su “gobierno comunista”, y la “orden de combate” en boca del presidente se transforma descaradamente en un “llamado a la paz”.
De modo que, cuando escucho decir que “dejen a Cuba en paz” pienso en la sinverguencería que encierra la frase, y en el inmoral derecho a la violencia que tienen la “osadía” de reclamar como poder represivo ante el mundo democrático.
En ese sentido, tampoco tomo ni por ingenua ni por “iniciativa individual” la evidente desfachatez de quienes reclaman “puentes de amor” entre Cuba y los Estados Unidos. No cuando las piedras que pretenden usar en esa “obra de ingeniería” —más de trasfondo económico que “ecuménico”— son la desmemoria, el oportunismo, la represión y la criminalización de los contrarios, la marginación de los que piensan y se expresan desde las diferencias ideológica y política.
¿Puentes de “amor” para qué? ¿Para que por él transite mucho más cómodo el aventurero que ha hecho o pretende hacer su fortuna con nuestro infortunio comunista? ¿Puentes para mejor enseñarle a los “amigos del norte” (otrora enemigos y “gusanos”) la vieja lección sobre cómo el portarse bien, bajar la cabeza, acatar las reglas, se premia con el derecho (santificado como decreto en la Gaceta Oficial) a dejarte probar un trocito (solo un trocito) de ese gran pastel, relleno de estafas y estafadores, llamado “economía socialista”? ¿Puentes para que la futura prensa independiente sea la clonación de la “ejemplar” OnCuba News o para que todas las empresitas que lleguen del “norte revuelto y brutal” sigan la pauta de Fuego Interprises Inc?
Puentes, por supuesto, para que te dejen armar tu “paladar” donde puedas servir tranquilamente tus langostas clandestinas; puentes para mantener libre de inspectores el Airbnb que rentas en La Habana pero administras desde Miami; puentes para traer tu pacotilla barata de los puestos de chinos y revenderla a tanto como te permita el “abuso oficial”; puentes para lucrar con el aumento del flujo de remesas y de los vuelos chárter; puentes para vender Cuba como el paraíso que no es, y para que la izquierda mundial, cada día más siniestra, venga a encamar a la jinetera que juró ser como el Che; para que el “yuma” fume puros habanos frente al pobre cubano que los produce. Ese campesino “confundido” y potencial “delincuente” que ni siquiera hoy puede comprar el peor de los cigarrillos porque no tiene dólares ni euros para hacerlo.
En ese “glosario”, pleno de torceduras semánticas, la palabra “puente” significa en realidad “espaldarazo”, “legitimación” y también “sepultura”, en tanto pretende enterrar definitivamente los deseos de cubanas y cubanos de un cambio radical para que los verdaderos puentes no tengan vías de un solo sentido, para que no debamos pagar altos precios por cruzarlos. Para transitarlos y beneficiarnos de ellos libremente sin que ello suponga un privilegio de casta ni la violación de nuestros derechos como seres humanos.
Un cambio definitivo para que ningún otro gobierno futuro vuelva a atreverse a llamar “delincuentes” o “confundidos” a quienes reclaman —cada cual en su legítima forma de hacerlo— el derecho a vivir en libertad.