Tenía 10 años la primera vez que intenté suicidarme. Por suerte, no lo conseguí. Sin embargo, a lo largo de los años siguientes lo volví a intentar al menos 6 veces más.
No fui el único. Los últimos hallazgos del Trevor Project demuestran que el 42% de los jóvenes LGTBIQ pensaron en el suicidio el año pasado, especialmente los jóvenes transgénero y de género no binario.
Entre adultos, las estadísticas no mejoran demasiado. En una evaluación de 2018 que yo mismo realicé en la Universidad de Texas en colaboración con la Qwell Community Foundation, decubrimos que el 26% de los adultos LGTBIQ en Estados Unidos habían pensado en el suicidio la semana anterior.
Durante mucho tiempo pensé que yo era el problema. Ahora sé que no era así. El problema fue mi entorno.
Los estudios son tajantes: crecer en un ambiente familiar estresante puede tener repercusiones crónicas que llegan a la edad adulta. En su revolucionario trabajo de 1998, el doctor Vincent Felitti y sus compañeros demostraron que la exposición de un niño al maltrato y a la desatención de los padres, así como a otros problemas domésticos como la violencia de género o cualquier experiencia adversa incrementa de forma drástica el riesgo de desarrollar toda clase de problemas de salud, incluida una pésima salud mental.
Ahora, más de dos décadas más tarde, estamos empezando a descubrir por qué. La exposición prolongada a sucesos traumáticos o estresantes en momentos clave del desarrollo humano altera las estructuras cerebrales y los patrones neuronales. Esta alteración del desarrollo neuronal incrementa el riesgo de sufrir dificultades con el control de los impulsos y las emociones, lo que puede desencadenar múltiples problemas de salud cuando se convierten en adultos.
Las personas LGTBIQ tienen más probabilidades de sufrir experiencias adversas durante la infancia que las personas cisheterosexuales. Del mismo modo, los últimos estudios sugieren que las experiencias sociales adversas son igual de importantes para el desarrollo cerebral. Y, una vez más, los jóvenes marginalizados tienen un mayor riesgo de exposición.
Mi experiencia personal lo confirma. Crecer en mi hogar fue un desafío en muchos aspectos, pero también lo fue vivir todas las experiencias que tuve que vivir fuera de casa y que me hicieron avergonzarme por ser gay. Algunos de mis recuerdos más antiguos son curas pregonando que mi homosexualidad era inmoral, una abominación, y que Dios no amaba a los homosexuales. ¿Cómo iba a quererme la gente si ni siquiera me quería Dios, que es amor?
En 1998, el mismo año en el que el doctor Felitti publicó su estudio sobre las experiencias adversas en la infancia, Matthew Shepard, un universitario homosexual, fue apalizado, torturado, atado a una valla y abandonado para morir. A mis 15 años, me enteré de que no solo no merecía el amor de la gente, sino que era prescindible. Dios no era el único que me odiaba. Cargué con esa vergüenza durante décadas.
Según una encuesta de 2019 sobre conductas de riesgo en los jóvenes, un tercio de los adolescentes LGTBIQ aseguran haber sufrido acoso escolar en la propia escuela. En un proyecto de colaboración llamado Strengthening Colors of Pride, descubrimos que más del 40% de los adultos LGTBIQ afirman sufrir heterosexismo o transfobia en la iglesia o en otras comunidades religiosas, y casi 2 de cada 3 conocen a otra persona LGTBIQ que ha sido agredida por su orientación o identidad sexual antes de llegar a la edad adulta.
Las políticas contra el colectivo LGTBIQ y los entornos intolerantes afectan a nuestra biología desde muy temprano, y esos cambios se intensifican cuando nos encontramos con más odio e intolerancia siendo adultos. Cada vez está más aceptada esta explicación científica. Las investigaciones sugieren que con las experiencias adversas durante la infancia sucede algo similar.
Aunque todavía no existen estudios científicos que analicen directamente la relación entre el heterosexismo y la neurobiología, las investigaciones demuestran que vivir estigmatizados y en países con políticas contra la comunidad LGTBIQ provoca mayores niveles de cortisol, la hormona del estrés, que afecta al desarrollo del cerebro, incluido el hipocampo, la región que regula las emociones.
Podemos ver, literalmente, el daño que provoca la transfobia y el heterosexismo en el cerebro. Un equipo de científicos internacionales descubrió recientemente que los hombres homosexuales tienen menos volumen de materia gris en el tálamo del cerebro, que puede atrofiarse bajo el estrés, en comparación con los hombres heterosexuales. Este equipo también descubrió que esta reducción de materia gris está asociada a una mayor impulsividad.
Algunas personas piensan que el motivo por el que las personas LGTBIQ se suicidan o sufren enfermedades mentales en mayor proporción es porque la homosexualidad va contra natura, pero es una visión ya muy desfasada.
En 1990, la OMS eliminó la homosexualidad de la lista de enfermedades psiquiátricas. Desde entonces, todo profesional de la medicina que se repute ha asegurado que ser LGTBIQ no es el problema. El problema es el trato de la sociedad y los ambientes hostiles en los que viven, que contribuyen a generar esas disparidades en la salud mental.
Ya no pienso en suicidarme, pero sí pienso mucho en lo que dicen mis investigaciones: si mi entorno hubiera sido más tolerante, quizás nunca hubiera pensado en suicidarme. Quizás habría tomado mejores decisiones. Tal vez habría tenido una vida distinta. Seguro que no habría tenido que soportar esta vergüenza durante tres décadas.
Soy consciente de que he tenido suerte, dentro de lo que cabe, porque ahora puedo vivir una vida plena por la que doy gracias todos los días. Las personas LGTBIQ se suicidan porque piensan que nadie los quiere y que son inaceptables, una consecuencia directa de los entornos hostiles que seguimos permitiendo e incluso fomentando.