Son las cuatro de la mañana y me despierto. Estaba soñando con mi amigo Yojan. Es la primera vez que sueño con él desde que murió. Estábamos en el cuarto del fondo de su casa, mi amigo, su esposa, su hijo; y estaban buscando unas monedas para que yo fuera a buscar unas cajas de cigarro y algo que tomar. Era raro porque todavía no había ocurrido el cambio de dinero. Las monedas que me daban eran en CUC.
Dos Hollywood rojas y dos cajas amarillas de otro cigarro. Bajo por el elevador y en la esquina hay un centenar de personas, en marcha apretada, saliendo de una parada de ómnibus para irse para otra. Es de donde salen las guaguas para Alamar, pero en el sueño era una cantera de piedra. Una arenilla blanca y seca que se llena de pisadas y levanta el polvo.
Hace varios días que tengo que volver a escribir. Me he tratado de obligar, pero no tengo ánimo. Cero ganas. Mucha gente cercana se ha ido del país de apurillo. Como en las imágenes del avión que sale de Afganistán. Tengo una sensación rara y busco consejo, para saber, no quiero estar cometiendo un error. Los minutos pasan y pasan y la cosa en el país cada vez se pone peor. Es como si fuera una cosa de segundo a segundo.
Cada mañana cuando voy a buscar comida veo cómo las filas para los PCR de viajeros, o para hacerse el pasaporte, crecen y crecen. La gente no habla de otra cosa. La marcha que viene el 15 de noviembre, la apertura, los turistas, las mentiras que meten con las cifras de los enfermos por COVID y lo malo que se va a poner esto. Pero si ya está malo. Pues más malo se va a poner aún.
Después del 11J este país cambió. Hay un antes y un después. Un amigo me contó que ha vuelto al teatro y ha visto la muerte en el rostro de todos ahí. Me dice que es como si la gente estuviera muerta, el teatro estuviera muerto, el país estuviera muerto; y todo el mundo lo sabe, pero la gente sigue, como por inercia.
Hace unos días soñé con una gran amiga que también se va del país. Ella, con su mamá y su hermana. En el sueño, la amiga venía bajando por la escalera de un gran restaurante de Cuba y no me saludaba. Andaba con gente importante, vestida con tremendo swing. La socia ni me miraba. Los sueños son difíciles de entender bien, sobre todo uno no sabe cómo sabe lo que pasa. Me explico, en el sueño, yo estaba acomplejado porque mi amiga y la gente que andaba con ella me miraban por arriba del hombro por haberme quedado acá. Por no haber huido a tiempo. Ojo, no estoy hablando de algo político; no, era puramente económico. Era como si yo hubiera sido un tonto por haber tenido la posibilidad de viajar y haber virado.
¿Quién quiere vivir en este país? Ni los que lo defienden, ni los que vienen a la casa a ponerte mala cara por lo que dices o escribes quieren vivir acá. Todo el mundo va echando y tú eres un cobarde, un tonto, por no aprovechar. “Por eso, vas a ser el afgano ese que va enganchado en el tren de aterrizaje. Se te dio la posibilidad y la perdiste”, me dicen todos.
Todo el tiempo la gente ha muerto, todo el tiempo la gente ha emigrado. Lo que ahora hay es como una situación de guerra. El Gobierno se ha quitado todas las caretas y por mantener el poder son capaces de hacer lo que sea. Nadie quiere tener un hijo acá y que te lo cojan para una Brigada de Respuesta Rápida. Nadie quiere tener que quedarse acá haciendo mil sacrificios para poder comprar una barrita de mantequilla en 250 pesos, que hasta hace poco eran diez dólares.
La represión, la violencia, la arbitrariedad. Nadie sabe quién dirige el país, los dirigentes no saben qué hacer, lo único que funciona es la policía, la Seguridad del Estado, el ejército y las empresas que se encargan de que los hoteles y los intereses de los que realmente mandan estén a salvo.
Qué miedo me da seguir envejeciendo aquí y convertirme en ese tipo de artista rancio que siempre he despreciado. Con los años vienen las enfermedades y todo va a peor. Si ahora esto está malo, qué me hace pensar que no va a estar más malo aún. La última vez que viajé mis amigos me vieron desmejorado, disimulaban, pero se les salían frases como: “no me gusta verte así”, “tienes que descansar”, “cómete este bistec”.
Es verdad que yo estaba más flaco, algo desencajado, necesitaba un corte de pelo y tenía canas; pero mis socios me trataban como si yo fuera un refugiado sirio.
¿Qué hay de malo en ser un refugiado sirio? ¿Por qué los cubanos nos creemos más?
Quizá parte del problema está en eso, en esa fantasía que nos hicieron creer mientras nos robaban la vida a mano armada. Esa fantasía de que éramos más, de que éramos importante: la mayor de las Antillas, la primera victoria del imperialismo en América Latina… Qué mierda. Qué crueldad. Un país que no le puede asegurar ni la comida, ni la salud, ni un simple vaso de leche a su pueblo.
Quizá yo también esté muerto ya y nadie me lo quiera decir. Quizá por eso no quería seguir escribiendo. Porque estamos en un punto tan avanzado de la descomposición que cualquier tema que uno toque es un tema viejo.
La Isla es una gran cárcel donde hay otras cárceles más pequeñas llenas de los hijos de la patria. El país envejece minuto a minuto y la alegría, la peña joven, o está presa o está afuera. La tierra de los supuestos 11 millones de habitantes es un hogar de ancianos con olor a caca y a gaceñiga vieja.
Son las seis de la mañana y he podido anotar algunas ideas. No sé por qué lo hago, para qué sirve; pero lo hago, como el que se rasca la cabeza o se toca el rabo. Apago la máquina y me acuesto a ver si puedo dormir un poco más. Cierro los ojos y me vienen imágenes a la mente. Imágenes de una gran fiesta afuera donde la gente disfruta, se abraza, se tienen. Imágenes de una isla de Cuba, con textura de pellejo de pollo, tirada en un contén, bajo el sol, derritiéndose, haciéndose un chicle apestoso con moscas.
Hace falta un refrigerador para meter la Isla. Hace falta darle un golpe de frío. Antes de que se ponga verde.
¡Por favor, caballero, un refrigerador!