El éxodo de rusos anti-Putin
Los ojos del mundo se centran en los millones de ucranianos que huyen de la brutal invasión rusa. Pero los rusos también están huyendo de su país, a una velocidad que es probable que no se haya visto desde el colapso de la Unión Soviética. No huyen de las bombas extranjeras, sino de su propio gobierno. Los rumores sobre la inminencia de la ley marcial, el cierre de las fronteras, el reclutamiento y el servicio militar obligatorio avivan el pánico. Ante el cierre forzado de casi todos los últimos medios de comunicación independientes y el anuncio de castigos draconianos por cualquier cobertura o crítica de la guerra de Vladimir Putin contra Ucrania, decenas o incluso cientos de miles de miembros de la intelectualidad liberal y la oposición política de Rusia se apresuran a escapar.
Muchos ya huyeron a Georgia y Armenia, dos destinos importantes que no piden visa y a los que se puede acceder ahora que las aerolíneas rusas tienen prohibido entrar a la mayoría de los espacios aéreos occidentales. Algunos se han ido a Asia central, donde atiborran los hoteles de Kirguistán y Kazajistán, o a los países de Asia y Medio Oriente que no exigen visa. Los afortunados que tienen visado Schengen corrieron al occidente ya fuera por carretera o tren. Las rutas de escape del país disminuyen y el costo de los vuelos aumentó. Un canal de redes sociales que da consejos sobre “emigración de Rusia al mundo libre” ya tiene más de 100.000 miembros. Algunas de las oficinas donde se tramitan los pasaportes rusos están saturadas.
Boris Nikolsky, profesor de letras clásicas, habló conmigo desde la capital armenia, Ereván, a donde huyó con su familia. “El avión de Moscú a Ereván estaba lleno de gente que conocía. Había muchos jóvenes: el futuro de Rusia se va”, relató. Nikolsky explicó que se fue porque no quería que sus hijos crecieran en un ambiente de represión. “Recuerdo la época soviética y esto es mucho peor”, aseveró. El año pasado, Nikolsky y su hijo fueron detenidos en una de las protestas que estallaron tras el regreso a Rusia del líder de la oposición Alexéi Navalny. Como resultado, me dijo Nikolsky, perdió su trabajo en la Escuela Superior de Economía de Moscú. Afirmó que no volverá a su país sino hasta que Vladimir Putin esté fuera del poder. Espera que la desastrosa guerra en Ucrania provoque la caída de Putin. “Todas nuestras esperanzas están puestas en los ucranianos”, dijo, y agregó en un correo electrónico posterior: “Les pido perdón. La culpa de lo ocurrido recae en todos nosotros, todos los ciudadanos rusos, y mi partida no me exime de esta responsabilidad”.
Muchos de los rusos que se oponen a la guerra con los que he hablado en las últimas semanas se debaten, como Nikolsky, con la cuestión de la responsabilidad colectiva. Creen que el intento de Putin de eliminar a Ucrania como una nación soberana exige una respuesta internacional contundente, que incluya sanciones económicas, aunque cuando se aplican este tipo de medidas, los daños colaterales afectan a los ciudadanos comunes en un esfuerzo por presionar a un gobierno para que cambie su comportamiento. Sin embargo, resulta evidente que las sanciones han dificultado las cosas para quienes desean huir. Quienes quieren salir del país hablan de cómo obtener criptodivisas, en especial ahora que Visa y Mastercard dejaron de dar servicio a las tarjetas bancarias rusas. En una reciente petición pública, un grupo de rusos que abogan por la paz rogó que se revirtiera la política: “Imagínense que no pueden alquilar un lugar para dormir, que no pueden reservar un boleto, que no pueden vivir y no pueden mudarse”.
Estados Unidos y Europa tienen herramientas limitadas a su disposición para apoyar a los disidentes al interior de Rusia, pero pueden controlar cómo reciben a los que logran escapar. Así como Occidente recibe con los brazos abiertos a los refugiados ucranianos, también debe aceptar a los rusos que están en contra del gobierno de Putin y apoyarlos para que continúen su oposición desde el extranjero.
En los años setenta, el disidente y lingüista soviético Igor Melchuk escribió que solo había dos maneras de evitar apoyar al régimen soviético: ir a prisión o emigrar. En aquella época, a los disidentes solo se les permitía salir con una visa especial y una suma miserable de dinero en los bolsillos. Llegaban a sus nuevos países para encontrar la evidencia física de sus vidas anteriores reducida a un puñado de posesiones; un tema que se aborda en La maleta, la novela de 1986 del escritor exiliado Serguéi Dovlátov. El poeta Joseph Brodsky aparece en una foto famosa sentado sobre su maleta en el Aeropuerto Internacional Púlkovo de San Petersburgo antes de que se le obligara a salir de Rusia en 1972.
El exilio casi siempre es emocional y económicamente difícil, como lo es para los refugiados y disidentes de cualquier país. Pero los disidentes e intelectuales soviéticos de alto perfil solían ser recibidos con entusiasmo en Estados Unidos y Europa occidental. Dovlátov publicó sus obras en The New Yorker, y Brodsky tuvo una carrera exitosa en Estados Unidos como profesor y escritor, y llegó a recibir el Premio Nobel.
Para algunos, una de las principales razones para emigrar era compartir las experiencias y perspectivas de los disidentes soviéticos con el mundo exterior. El poeta y académico Tomas Venclova, fundador del Grupo Lituano de Helsinki, el primer grupo de derechos humanos de la Lituania de la era soviética, se vio obligado a abandonar la URSS en 1977. Yasha Klots, experto en literatura soviética de emigrados y exalumno de Venclova en la Universidad de Yale, explica que su condición de vocero de los disidentes del Grupo Helsinki “fue lo que justificó su exilio” desde una perspectiva moral. Venclova fue un grandioso vocero, pero, según me explicó Klots, la tarea no habría sido posible si las publicaciones e instituciones estadounidenses no le hubieran dado la oportunidad de expresarse. “Estados Unidos hacía todo lo que estaba en sus manos para hacer posible esa oposición, al menos fuera de Rusia”, me dijo. La cuestión ahora es si Estados Unidos y Europa occidental ofrecerán un apoyo similar a los nuevos disidentes rusos exiliados en un momento crítico de la historia.
Ha pasado un mes y la situación está evolucionando con rapidez, pero los nuevos emigrados no esperan la recepción tan calurosa que vivieron sus predecesores soviéticos en Occidente. Incluso antes de la invasión de Ucrania por parte de Putin, algunos disidentes rusos ya cruzaban a Estados Unidos desde México sin tener papeles. Muchos exiliados políticos rusos preferirían aterrizar en Estados Unidos o Europa, pero es probable que permanezcan en los antiguos Estados soviéticos al menos en el futuro inmediato, debido a que no tienen visas. Estos destinos ofrecen sus propias complicaciones. En Georgia, que libró una guerra con Rusia en 2008 y que, comprensiblemente, está preocupada por otro ataque, algunos residentes se niegan a alquilar apartamentos a los rusos recién llegados y han expresado su hostilidad hacia ellos en las calles.
En las redes sociales, muchos ucranianos y algunos europeos occidentales y estadounidenses (incluido Michael McFaul, quien fue embajador de Estados Unidos en Rusia) sostienen que la ciudadanía rusa no hizo lo suficiente para detener la agresión de Putin. Se han cancelado giras de compañías de ballet rusas solo porque son compañías estatales, no necesariamente por las opiniones de los bailarines a título personal. Las universidades estadounidenses y europeas están cancelando asociaciones y eventos con instituciones y académicos rusos, incluso cuando se ven inundadas por solicitudes de trabajo por parte de académicos rusos que han huido de Rusia o esperan irse. Los neoyorquinos derramaron vodka en las calles como muestra de su indignación contra Putin, a pesar de que muchas marcas populares no se producen en Rusia, y boicotearon restaurantes rusos, aunque a veces los propietarios ni siquiera son de ese país. Estos boicots de carácter privado han contribuido a que los rusos recién exiliados teman convertirse en parias por su nacionalidad.
“La culpa colectiva es una vía fácil para canalizar la ira”, me dijo la destacada poeta rusa Maria Stepanova. Pero el impulso de castigar a los rusos por su identidad nacional es un error. Stepanova me dijo que muchos migrantes tienen un sentimiento de absoluta indignación moral, una sensación de que el exilio es la única vía de protesta política que les queda. “Simplemente no quieren respirar el aire ruso”, dijo. “Quieren cortar todos los vínculos con su país… Están dispuestos a arriesgarse a arruinar su vida por este sentimiento de repulsión”.
El autoritarismo ruso no ha dejado de intensificarse desde 2011, cuando millares de personas salieron a las calles para protestar contra las elecciones legislativas fraudulentas de 2011 y exigir la libertad de los presos políticos. Estas manifestaciones, entre las más grandes desde los años noventa, desataron el viejo temor de Putin a que Rusia experimentara una “revolución de color” prodemocrática como la Revolución naranja de Ucrania en 2004.
En respuesta, el gobierno de Putin, en esencia, eliminó el derecho a la protesta, mientras perseguía a los políticos de la oposición. La prensa independiente, las oenegés y los activistas ahora están en la mira con base en una ley contra los “agentes extranjeros”. Muchos periodistas y disidentes ya habían abandonado el país en el momento de la invasión rusa de Ucrania, en muchos casos porque corrían el riesgo de una inminente detención por motivos injustificados.
Ahora cualquiera que se atreva a decir la verdad sobre la guerra se enfrenta a un nivel de represión que no se veía desde la Unión Soviética. Miles de rusos siguen siendo detenidos en las manifestaciones contra la guerra, y algunos están decididos a permanecer en Rusia para luchar contra el gobierno. Pero el espacio para la protesta se ha reducido aún más.
Muchos de los rusos que ahora se van a toda prisa pertenecen a la pequeña minoría de rusos que han acudido a las protestas callejeras en los últimos años. La salvaje guerra de Putin contra Ucrania y las represiones en su país están provocando la fuga de los librepensadores y los partidarios de los movimientos de oposición que quedaban en su imperio neorruso. Es probable que el resultado sea una Rusia más homogénea desde el punto de vista ideológico, con un acceso aún menor a los medios de comunicación veraces y a los canales de resistencia política, y una Rusia desprovista, ya sea por la detención, el asesinato o el exilio, de muchas de sus figuras opositoras más francas y valientes.
Yevgenia Baltatarova, periodista buriata independiente de Ulán-Udé, en Siberia, habló conmigo desde Kazajistán. Después de escribir sobre la guerra en su canal de Telegram, 15 funcionarios públicos fueron a registrar su casa, confiscaron sus posesiones y las de sus padres y sobrino. “La máquina de propaganda funcionó. Ahora se celebran manifestaciones con la nueva esvástica”, dijo, en referencia a la “Z”, que se ha convertido en el símbolo de las manifestaciones proguerra patrocinadas por el gobierno, en las que los jóvenes levantan el puño y corean consignas a favor de Putin.
No todos los que quieren irse pueden hacerlo, por mucho que lo deseen. Una mujer con la que hablé en Moscú estaba desesperada por huir: la habían detenido en una protesta, me escribió, y quiere criar a su familia en paz. Pero el padre de sus hijos se niega a otorgarles el permiso para que se vayan. “Piensa que están a salvo en Rusia”, dijo con amargura.
Aleksey Porvin, un poeta de San Petersburgo, me dijo que, en su caso, tenía pocas posibilidades de conseguir un pasaporte porque los servicios de migración están muy saturados. Además, razones de salud, familiares y financieras excluían la posibilidad de una emigración repentina. “Es difícil abandonar Rusia cuando se encuentra en un descenso catastrófico al fondo de la historia mundial”, escribió en un correo electrónico. “Así que me quedo aquí y voy a ver toda esta decadencia desde dentro”. Dadas las nuevas leyes, es probable que tenga muy pocas opciones para publicar su trabajo de manera legal.
Muchas de las personas con las que hablé dijeron que ya no era posible hacer planes con más de unas cuantas semanas de antelación, quizás solo unos cuantos días. Para ellos, la invasión de Ucrania de Putin supone una clara ruptura con el pasado, el fin de todo lo conocido. El futuro está vedado. Para ayudar a cambiar el curso de la historia rusa para bien, Estados Unidos y Europa deberían ofrecerle a la oposición rusa en el exilio otro futuro, como en su día hicieron con los disidentes soviéticos.
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