©CUBA ETERNA GABITOS — Somos una docena de personas esperando en una cola. La mujer delante de mí lleva los labios apretados como si evitara decir algo. El joven en chancletas y jeans a cada rato mueve la cabeza de un lado a otro, mientras a su lado una adolescente no quita la mirada del móvil y frunce el ceño. El hombre del final de la fila ha soltado algunos insultos por la tardanza y hasta el custodio de la tienda no para de quejarse. Nadie sonríe, en ningún rostro se esboza siquiera un gesto de alegría o complacencia.
Durante años tuve que explicarle a mis estudiantes extranjeros que llegaban a aprender español a la Isla que no debía interpretarse la risa de los cubanos como sinónimo de felicidad. “Hasta en los funerales, y a pesar de la tristeza de la muerte de alguien cercano, la gente hace sus chistes y puede soltar una carcajada”, describía. Pero el estereotipo de que en este país las personas se veían satisfechas y afortunadas de vivir bajo el sistema político imperante resultaba tan difícil de erradicar como los piojos en las aulas de las escuelas primarias.
Entonces, yo echaba mano de más datos, les hablaba de la represión, de los conflictos domésticos que azuza el déficit habitacional, la alta tasa de divorcios, el drama de los suicidios de los que el oficialismo guarda celosamente los números y del sueño más compartido por los cubanos, el de emigrar hacia cualquier lugar con tal de salir de esta Isla. Sin embargo, mis explicaciones de que, detrás de esas sonrisas que los turistas veían en las calles podían esconderse mil y un dramas, no lograban efecto alguno. El cliché de la contentura nacional era más fuerte que cualquier argumento o estadística.
Pero hasta los tópicos más extendidos y duraderos pueden toparse un día con la realidad que los desmiente. Aquella risa a flor de labios o aquellas carcajadas soltadas por cualquier cosa han desaparecido de las calles cubanas. Las caras de pesadumbre y molestia se extienden por todos lados y, en lugar de aquellas frases jocosas e hilarantes de antaño, ahora brotan quejas, improperios y ofensas. Da la impresión de que siempre está a punto de estallar un conflicto a puñetazos o que cualquiera puede saltar al cuello de otro a la menor diferencia de criterio o roce.
Un amigo francés que trabajó muchos años en Cuba en una firma extranjera regresó hace unos días después de más de un lustro en Europa. “¿Qué le ha pasado a la gente?”, me preguntó. “Nadie se ríe”, añadió al ver que yo no lograba entenderlo. Concluyó con una frase que me hizo reparar en que todos llevamos las caras largas y serias las 24 horas: “Todos los rostros que veo son tristes, ni los niños sonríen”. Ni siquiera aquella máscara que tantas veces nos colgamos para exorcizar el dolor o la insatisfacción la usamos ya. Hemos dejado, incluso, de querer aparentar que somos alegres.
Tras aquella conversación caminé por la avenida de los Presidentes en El Vedado, doblé por la calle 23, seguí hasta L, me acerqué a Infanta y apuré el paso hacia Belascoaín. Ni una sola risa en todo el camino.