Huelgas de hambre en Cuba:
¿Quién supo qué sobre Orlando Zapata Tamayo?
Orlando Zapata Tamayo falleció el martes 23 de febrero de 2010 tras una huelga de hambre de 86 días, tenía 42 años.
Por Darío Alejandro Alemán
Anoto estos datos generales en un cuaderno. Luego intento hacer algo de memoria. Recordar, por ejemplo, si aquel día supe de la muerte de Orlando Zapata; pero nada supe ni ese día ni los siguientes. Tenía entonces 15 años y estudiaba en una escuela cuya máxima, repetida como un mantra por algunos de sus profesores, establecía que «el primer requisito para estudiar aquí es ser revolucionario». Debieron pasar al menos dos semanas antes de que escuchara su nombre por primera vez, en boca de un cuadro político. No puedo reproducir exactamente las palabras de aquel sujeto, pero sí recuerdo que en su breve discurso el hecho figuraba solo como un pretexto de los enemigos de la Revolución para iniciar otra campaña de descrédito contra Cuba. O algo así. El nombre de Orlando Zapata Tamayo llegó a mí deshumanizado, despojado de rostro y de historia. Su muerte, decían, era una apenas una excusa y el punto de partida de asuntos mucho más importantes.
Con menos esperanzas, intento encontrar al menos alguna mención en los medios impresos y los entonces escasos sitios digitales del Estado cubano; aunque sea una mentira. Pero solo encuentro ese día con la noticia de la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC); otra sobre la visita del entonces —y futuro— presidente de Brasil, Luis Inácio Lula da Silva a Cuba; una nota que informaba sobre la inauguración de la Feria Internacional del Libro en las provincias occidentales y centrales del país, y otra sobre un «reconocimiento» enviado a un convaleciente Fidel Castro por el Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación (INDER).
Reviso las noticias del día siguiente, puesto que la prensa cubana nunca se ha caracterizado por su inmediatez. Tanto los medios impresos como los digitales se centraron en el discurso de Raúl Castro durante la clausura del VI Pleno del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (PCC). El general-presidente dedicó buena parte de su intervención a explicar por qué la producción de alimentos debía ser «una prioridad para los dirigentes del Partido» y a enumerar los méritos de José Ramón Machado Ventura, su hombre de confianza, quien recibiría al finalizar aquellas palabras una cuota todavía mayor de poder político. Hacia el final, a manera de sorpresiva posdata, Raúl Castro anunció que conmutaría la pena de muerte a todos los presos que en ese momento la esperaban. Sin embargo, recalcó que «sería ingenuo e irresponsable renunciar al efecto disuasivo que provoca la pena capital».
Más tarde supe que el general-presidente sí habló de Orlando Zapata Tamayo, sin mencionar su nombre, y que «lamentó» su muerte sin sentido, resultado de la manipulación ejercida por —otra vez— «los enemigos de la Revolución». Aunque en un primer momento los medios cubanos omitieron estas palabras, pronto se convertirían en la versión oficial divulgada por la prensa oficial, una vez se volvió imposible esconder la muerte de un preso político en huelga de hambre.
Orlando Zapata Tamayo falleció el martes 23 de febrero de 2010 tras una huelga de hambre de 86 días. Tenía 42 años. Era un preso político. Era también negro y pobre. Excepto su madre, algunos amigos de la disidencia política, y los médicos y agentes de la Seguridad del Estado que le vigilaron hasta el final, nadie en Cuba supo de su muerte durante varios días.
Intento esbozar una mínima biografía de Orlando Zapata Tamayo con los datos que encuentro aquí y allá, que no son muchos. Nació en Banes, Holguín; su familia era muy pobre. Ejerció los oficios de albañil y fontanero. En Oriente, las cosas no le fueron bien y antes de resignarse a formar otra familia tremendamente pobre se fue a la capital de la isla, como quien dice, a buscar fortuna.
Ya en La Habana, se integró al Movimiento Alternativa Republicana casi desde su fundación en 2002. También se sumó a la campaña de apoyo al Proyecto Varela, impulsado por Oswaldo Payá, que buscaba solicitar un referéndum constitucional a la Asamblea Nacional del Poder Popular
El activismo político en Cuba no era entonces muy distinto. Como hoy, no abundaban propuestas estratégicas concretas ni programas políticos serios para la Cuba futura, a excepción quizá, y solo en cierta medida, del Proyecto Varela. Se denunciaba, como ahora, lo epidérmico, aquello que se ve y se sufre día a día, y las acciones rara vez pasaban de gritar algunas consignas, distribuir algunos boletines informativos y exigir la libertad de los prisioneros políticos. No existía un amplio acceso a Internet y la oposición padecía acaso de una solemnidad poco recomendable para sumar personas a su causa. En ese contexto, la vida como opositor político de Orlando Zapata fue más bien breve y transcurrió mayormente en prisión. (Ahora siento que me gustaría saber exactamente cómo pensaba, cómo era la Cuba que deseaba, y qué caminos imaginaba para llegar a ella).
En diciembre de 2002, fue detenido por la Seguridad del Estado en plena calle; sería excarcelado en marzo de 2003. Apenas unas semanas después volvió a prisión. Era la llamada Primavera Negra. Orlando Zapata Tamayo no era muy conocido, excepto en el reducido ámbito de las organizaciones de oposición política en Cuba. A ojos del régimen no era más que un negro pobre y contestatario por el que nadie, fuera de su familia y algunas amistades, perdía el sueño. Los cargos en su contra se fueron sumando cuando ya llevaba un tiempo en prisión. Lo acusaron primero de desobediencia, luego de desacato y, después, de desórdenes en establecimientos penitenciarios.
La pena conjunta superó los 25 años de privación de libertad, que comenzó a cumplir en la prisión de Kilo 8, en Camagüey. Allí inició una huelga de hambre en protesta contra el trato a los presos políticos en Cuba. Muy pocos supieron de esta huelga durante los 86 días que duró. Para cuando la noticia se divulgó, el cuerpo de Orlando Zapata había colapsado en el Hospital Clínico Quirúrgico «Hermanos Ameijeiras», en La Habana, a donde fue trasladado poco antes de morir.
Tras su muerte, Amnistía Internacional lo reconoció como un preso de conciencia. «La trágica muerte de Orlando Zapata Tamayo es un terrible ejemplo de la desesperación a la que se enfrentan los presos de conciencia que no albergan esperanzas de ser liberados de su injusto y prolongado encarcelamiento», expresó poco después en un comunicado Gerardo Ducos, entonces investigador de esa organización en el Caribe. Medios de prensa en todo el mundo informaron sobre su muerte, y las denuncias por violaciones de los derechos humanos en Cuba volvieron a escucharse en el Parlamento Europeo.
En Miami hicieron de Orlando Zapata Tamayo un símbolo, como décadas antes sucedió con Pedro Luis Boitel. Sin embargo, casi nadie se interesó en ahondar en su pasado ni en investigar cómo llegó al activismo político y qué ideas y experiencias alimentaron la fuerza de voluntad que le permitió atravesar un proceso tan extremo como una huelga de hambre. Parecía que lo único importante en su caso fueron los 86 días de su inmolación en una cárcel castrista, que lo único relevante en su vida fue morir. El exilio político cubano terminaría sacralizando un cadáver, olvidado del hombre.
¿Qué sucede cuando una persona decide asumir una huelga de hambre hasta sus últimas consecuencias? El cuerpo se consume a sí mismo, sí, pero cómo. Me pierdo durante unos días en varios estudios médicos que encuentro en Internet. Coinciden en que una persona puede vivir sin comer entre 60 y 90 días, no más. Imagino entonces la muerte de Orlando Zapata Tamayo; intento reconstruirla, narrar la autofagia…
Orlando Zapata Tamayo lleva cuatro días en huelga de hambre. Para entonces su cuerpo ha consumido las reservas inmediatas de energía, esto es, la glucosa circulante, la hepática y la muscular. Todavía está lejos de la muerte. Quedan las grasas que el organismo guarda para enfrentar casos extremos. Los órganos del huelguista nunca previeron esta situación, así que comienzan a modificar sus rutinas. Todo en su interior funciona ahora a un ritmo más lento, y eso lo lleva a evitar cualquier esfuerzo físico, a permanecer en cama.
Esas reservas no son infinita. Levantar un brazo, hablar, pensar, todo exige un costo energético que se extrae de las capas de grasa entre los órganos y subcutánea. La piel de Orlando Zapata se marchita, se seca lentamente. Lleva 20 días en huelga. Aunque no lo sepa, su hígado, sus riñones, y en menor medida su corazón y su cerebro, comienzan a sufrir daños. La ingesta de agua evita la resequedad en su garganta y en sus labios. Huelen mal su aliento y su orina.
La vista de Orlando Zapata comienza a fallar entre los 30 y los 35 días de ayuno. En solo una semana más su organismo habrá consumido toda la grasa restante, pero aún quedará algo que autofagocitar: las proteínas musculares. La voluntad del huelguista se prueba como nunca. El organismo, sintiéndose cerca del final, hace un último esfuerzo para provocarle hambre, pero él domina estos impulsos.
A partir del día 50 el agotamiento es absoluto. Mover alguna de sus extremidades resulta casi imposible. Está mucho más que famélico. La piel, ajada y ceniza, exhibe sin pudor las formas de sus huesos. Ya no hay ni siquiera masa muscular que proteja la estructura ósea. El huelguista no puede hablar y en ocasiones pierde la conciencia. En la mayoría de los casos, la muerte llega en torno a los dos meses de inanición, pero Orlando Zapata es un hombre fuerte y resiste otras tres semanas. Finalmente, sus riñones se vuelven inservibles. Todo tipo de toxinas circula por el torrente sanguíneo. Fallan su corazón y su cerebro. Muere.
La prensa oficial cubana no se atrevió siquiera a reproducir las palabras de Raúl Castro ante Lula da Silva, en las que se mostró sorprendido tras saber que la muerte de «un preso» en Cuba era noticia en otros países. El general-presidente, a quien la historiografía ha adjudicado la organización de pelotones de fusilamiento a inicios de la Revolución, se apresuró a aclarar que lo de Orlando Zapata no fue una ejecución. En un giro patético, culpó de su muerte a «la confrontación con Estados Unidos». Negó que desde 1959 el Estado cubano estuviese involucrado con algún caso de tortura, asesinato o ejecución extrajudicial. Luego lanzó algunas burlas a los organismos internacionales de derechos humanos. Como hiciera su hermano otras veces, solicitó que estos se centraran más en los casos de abuso policial en Estados Unidos que en los asuntos internos de Cuba.
Todo indica que poco después del discurso de Raúl Castro los medios de propaganda recibieron permiso para hablar del tema. Paso dos días leyendo decenas de textos que dedicó la prensa oficial a Orlando Zapata durante varios meses.
El aparato de comunicación intentó argumentar que el cadáver de Orlando Zapata Tamayo era el «trofeo» que hacía tiempo esperaba una «disidencia carente de mártires» como la cubana, que el huelguista fue manipulado desde Miami para «dejarse morir». Como tantas veces, se publicaron artículos que afirmaban que el muerto contaba con antecedentes penales por delitos como lesiones (supuestamente fracturó el cráneo de otro ciudadano con un machete), alteración del orden, daños, estafa, tenencia de arma blanca y exhibicionismo público. Las pruebas de dichos delitos jamás fueron presentadas ni se explicó cómo alguien con semejante historial delictivo había pasado tanto tiempo en libertad.
El discurso oficialista intentó luego negar que el huelguista tuviera ciertas ideas políticas. Hizo todo lo posible por convencer al mundo de que Orlando Zapata Tamayo se había declarado opositor estando en prisión, y que su huelga tenía como objetivo que le brindaran comodidades en su celda, tales como una cocina, un televisor y un teléfono.
Por supuesto, se conoció mucho más sobre la muerte de Orlando Zapata en el Capitolio de Washington y en el Parlamento Europeo, en Estrasburgo, que en las calles por donde el propio Zapata caminó toda su vida, o en el Parque Central de La Habana, donde el Movimiento Alternativa Republicana intentó organizar una «peña política» antes de que llegara la policía política. Supieron más sobre él los congresistas chilenos, los redactores del diario español El País y los directivos de varias ONGs internacionales que los obreros, los negros, los pobres, los marginados de la Revolución cubana.
Al menos otros seis presos políticos llevaron sus huelgas de hambre hasta las últimas consecuencias entre el momento de la muerte de Pedro Luis Boitel y la de Orlando Zapata. Entonces ¿por qué centrarme en este último? ¿Por qué no hablar de Santiago Roche Valle, de Reinaldo Cordero Izquierdo o de Enrique García Cuevas, por ejemplo? ¿Por qué escribes sobre Orlando Zapata Tamayo?
En realidad, no hay mucha información sobre ellos, o no tanta como sobre Zapata, sobre quien, repito, falta todavía mucho por conocer. Tenemos una gran deuda con la historia cubana de los último 63 años más allá del relato oficial, el deber de arrojar luz y consolidar narrativas que el régimen ha excluido con éxito. Esa es una de las razones para escoger el caso de Zapata: a él no lo pudieron ocultar, no del todo.
Existe otra razón. Al escribir sobre Pedro Luis Boitel intenté demostrar cómo su historia resumía ciertas prácticas represivas del castrismo en sus primeros años. Orlando Zapata Tamayo, en tanto, representa un cambio con respecto a lo anterior. Cuando su muerte se conoció los presos políticos cubanos ya no constituían un grupo de renegados que luchó contra la dictadura batistiana sin sospechar que el proyecto revolucionario terminaría convirtiéndose en otra tiranía. Quienes ahora estaban en las cárceles castristas ya no eran «traidores» que hicieron la Revolución, sino «marginales» hechos por la Revolución.
El caso de Orlando Zapata, además, representa una modificación en la estrategia discursiva de sus captores. Los enemigos que la Revolución combatía exitosamente a principios de este siglo habían dejado de ser solo agentes de la CIA para convertirse también, paradójicamente, en delincuentes comunes. La construcción del nuevo villano que necesitaba el castrismo se aprovechaba tácitamente de todo tipo de prejuicios, en especial hacia la pobreza y el color de la piel. Resultaba más fácil endilgar a hombres como Zapata crímenes como golpear ancianos en plena calle, fracturar cráneos con machetes, mostrar el pene en la vía pública, robar… El poder interrogaba en cierto modo al pueblo: «¿Por qué preocuparse tanto por un negro delincuente?», y la mayoría del pueblo —incluidos muchos negros, muchos obligados a delinquir a diario para llevar un plato de comida a sus familias— probablemente entendió que, en efecto, no debía preocuparse demasiado por un sujeto de semejante calaña.
Retomo mi cuaderno, que más que una guía con notas al vuelo, una bitácora de datos, se me revela como una dura voz increpante:
¿Por qué solemos aceptar tan fácilmente la versión que nos vende el poder? ¿Acaso alguien se preguntó en su momento cómo se pasa de bravucón y estafador de poca monta a exigir el cambio de una Constitución caduca e injusta? ¿O cómo se pasa de robar a hablar de derechos humanos y a soportar los horrores del presidio político por ello? ¿Por qué tantos aceptaron aquel relato inverosímil sobre un hombre que soportó todo el sufrimiento de una larga huelga de hambre y asumió con valor su propia muerte… solo por un televisor, una cocina y un teléfono? ¿Por qué lo hice yo hasta hace unos pocos años?
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