POR GINA MONTANER
Donald Trump quiere cargarse el proceso democrático estadounidense a lo que dé lugar. Como se trata de un individuo para quien la verdad no tiene valor alguno y la malea a su antojo, no cejará en su empeño de dar por buena una mentira que se ajusta a su personalidad narcisista.
Nuevamente el ex presidente insiste en que su derrota en las urnas se debió a un supuesto fraude electoral. Es una maniobra que ya había urdido desde la campaña contra Hillary Clinton en 2016.
En aquel momento, anticipándose a la posibilidad de perder, aseguró que eso sólo podría suceder como producto de un pucherazo. Como ganó contra la demócrata ya no habló más del tema y, con su habitual cinismo, alabó el sistema electoral. Pero al perder la reelección contra Joe Biden no se limitó a sacar la munición de su artero discurso. Fue más allá, instigando una intentona golpista que acabó con el asalto al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021. Un ataque profusamente documentado en el que Trump queda para la historia como un lamentable personaje con vocación de golpista.
El ex presidente está a la baja en lo que respecta a su verdadera capacidad de cambiar el curso político del país, algo que se ha comprobado en las elecciones intermedias y en una segunda vuelta en Georgia en las que ha imperado el rechazo a los candidatos que ha apoyado. Asimismo, en el seno del partido hay serias dudas sobre la rentabilidad de seguir avalando a quien más daño le ha hecho al legado de sus filas.
Sin embargo, Trump aspira a imponerse como el candidato republicano de cara a las elecciones presidenciales de 2024. No le falta razón a la hora de demandar lealtad a quienes se han beneficiado de su tirón con las bases. O al menos se la debieron en los tiempos del boom trumpista, una corriente populista en el ala más radical del partido que ya no parece obtener los réditos electorales esperados.
El magnate neoyorquino es mal perdedor y vengativo con quienes no se muestran obedientes a sus intereses hasta el final. En estos momentos, en los que su retórica se desinfla y se apoya en un lema que ya apesta por hueco (Let´s make America great again), se ha lanzado a proponer que se haga estallar por los aires la Constitución para, de una vez, decretar que hubo fraude y que él, y no quien ocupa la Casa Blanca desde hace dos años, es el legítimo presidente de la nación.
Como cabía esperar, el puñado de figuras republicanas que todavía tiene un ápice de decencia y capacidad de sonrojo ha echado por tierra esta nueva patraña y ha defendido la integridad de la Constitución, así como los resultados de unos comicios que hasta el ex secretario de Justicia William Barr validó en su día. Poco después de publicar su exabrupto en la plataforma donde campea a sus anchas, Trump dijo que los “fake news” habían manipulado sus palabras. Basta con leer su mensaje para que no quepa duda de su intención: saltarse a la torera la Constitución con el fin de acomodar la mentira del “fraude electoral”.
Como suelen hacer los políticos autoritarios y los sistemas que aspiran a perpetuarse en el poder sin importarles el peso de lo que se dirime en las urnas, Trump no se aparta de su guión porque por medio de machacar una y otra vez su falsa narrativa la transmuta en su “verdad”. Y la falsa “verdad” prende entre quienes secundan y diseminan las teorías de conspiración y apuntan con dedo acusador a un “enemigo” contra el que hay luchar a todo precio.
Así fue cómo logró conducir hasta el Capitolio a aquella manada enfurecida y dispuesta a frenar la certificación del presidente que genuinamente lo había vencido por medio de los votos. Un daño que se ha propagado internacionalmente, tal y como se ha visto en Alemania, donde ha sido desarticulada una organización de extrema derecha inspirada en los sucesos del Capitolio que pretendía tomar el Bundestag con “medios militares”.
Por un lado, resulta casi inverosímil que un ex presidente anime a cargarse la Constitución. Por otro, sin embargo, nada de lo que hoy acontece en el país sorprende a propios y extraños. Trump ha “normalizado” poner en duda las venerables instituciones de Estados Unidos. Ha erosionado la confianza en el proceso democrático porque eso le beneficia para sus intenciones últimas.
Su perfil de autócrata sin escrúpulos es de manual. Eso no lo hace menos peligroso.